¿Serán capaces los píxeles de dibujar
los sueños que se alojan detrás de cada ojo?
[1- El cuerpo es material. Es denso. Es impenetrable. Si se lo penetra, se lo disloca, se lo agujerea, se lo desgarra.
2- El cuerpo es material. Es aparte. Distinto de los otros cuerpos. Un cuerpo empieza y termina contra otro cuerpo. Incluso el vacío es una especie muy sutil de cuerpo.
3- Un cuerpo no está vacío. Está lleno de otros cuerpos, pedazos, órganos, piezas, tejidos, rótulas, anillos, tubos, palancas y fuelles. También está lleno de sí mismo: es todo lo que es.
4- Un cuerpo es largo, ancho, alto y profundo: todo eso en más o menos gran tamaño. Un cuerpo es extenso. Toca de cada lado a otros cuerpos. Un cuerpo es corpulento, incluso cuando es flaco.]
Estos son los primeros cuatro incisos de los cincuenta y ocho que escribió Jean-Luc Nancy sobre el cuerpo. Cuando lo hizo no sospechaba, al igual que ninguno de nosotres, que el cambio de época estaría trazado por una pandemia, que limitaría el antes y el después de las nociones de corporalidad bajo las cuales nos relacionamos con el mundo.
Si bien la noción cartesiana que dio pie a lo que llamaré la subordinación de la carne, y la separación del cuerpo del sujeto del cuerpo social, bajo los supuestos de la superioridad del alma como un ente independiente de los órganos y huesos, y que derivaría en la justificación de la explotación moral por parte de ideologías y religiones y de la explotación corporal por parte del capital ‒y que fue la filosofía dominante durante la Revolución Industrial‒, fue hasta la llegada de Freud con postulados que volvían a unir en una sola materia el cuerpo y la psiquis, acercándose con esto a las visiones no occidentales donde el cuerpo es un todo, el cuerpo es también un texto que proviene del alma, y gracias al psicoanálisis tendría posibilidades de leerse. En la modernidad entonces se entendería el lenguaje como una extensión del cuerpo y a éste como el resultado de la palabra, lo que abrió un vehículo de emancipación del sujeto de la condición de máquina en la que está inmerso en el laberinto capitalista.
A pesar de los coqueteos recientes con la idea de cyborg, es gracias al momento histórico actual donde podemos cuestionar de forma simultánea miles de personas en todo el mundo el papel de nuestros cuerpos dentro de la excepción de la pandemia. Es debido a un virus que se apropia del espacio público y de los espacios individuales que debemos recluirnos para sobrevivir, pero esta supervivencia exige que trabajemos, convivamos, intercambiemos por medio de pantallas.
La repartición de los afectos entonces está mediada por dispositivos electrónicos que dejan al cuerpo con sus dimensiones físicas en segundo plano (que al mismo tiempo están salvando al cuerpo del contacto con otro cuerpo).
Sin embargo, la experiencia del sujeto en soledad es producto también de lo que devuelve la pantalla misma. Es decir, el cuerpo empieza y termina donde lo hace la conexión a internet con el otre, pero continúa en su aislamiento y soledad con un discurso que se ha fragmentado, desnudando la vulnerabilidad ante la conexión en red. Conexión que expone la imagen y la existencia a vigilancia, publicidad, tráfico, y a una nueva moral donde cualquiera es “libre” de “ser quien quiere ser” y con ello sostener pensamientos o agredir o vender o gobernar al otro sin estar presente.
El espejo de estos días, el espacio del reflejo ‒propio y ajeno‒ es la videollamada, con la novedad de que cada reflejo mío ya no solo me pertenece a mí.
Me he vuelto del dominio público, en voz, en imagen, en trabajo y en pensamiento.
Ahora le pertenezco al todo. Al todo de la red.
La nueva configuración de la identidad dibuja una frontera distinta entre lo público y lo privado, un extrañamiento de nuestra propia imagen ‒interpretada ahora por la intervención de la pantalla que es la encargada de proyectar y devolver la repuesta sobre quién soy‒.
En esta nueva modalidad de interacción con los otres, ¿cómo pongo el cuerpo frente a una pantalla que me mira, en la que me miro, en la que me miran?, ¿dónde encuadro aquello que seré para el otre por un tiempo limitado?, ¿qué soy y qué seré en cuanto salga del perímetro que abarca esa cámara?
Tal vez la pregunta, como Paul B. Preciado intuye, es ¿cómo gestionaremos nuestros cuerpos a partir de esto?, ¿cómo el amor, la comunicación, cómo los nuevos lenguajes donde para les otres somos virtuales, pero para sí misme se es “demasiado cuerpo” y se está demasiado lejos y demasiado solx?
¿Cuál es la verdadera distancia entre un cuerpo y otro si quien está mediando no es solamente el dispositivo y la conexión, sino las posibilidades de poseerlos?, es decir, quien esté confinado sin el saber o los recursos para manipular los dispositivos es como si no existiera, porque no nos es posible encontramos en el mismo espacio.
¿Cuáles son los límites de la existencia del sujeto si no se encuentra dentro de los millones de millones de puntos de la red?
Dentro del confinamiento estamos circunscritos en la presencia virtual.
Existimos en tanto nos conectamos. Dentro del confinamiento sabemos que las personas con las que interactuamos de forma presencial son las que están arriesgando literalmente su vida: las personas encargadas de la basura, los cajeros del supermercado, los comerciantes de víveres,
lxs médicxs. Las personas que están permitiendo el sustento de nuestro cuerpo. Las personas que están poniendo su cuerpo en el espacio tomado por el virus. El espacio que ocupábamos todes y que se ha trasladado al internet.
La confusión generada entre los límites de lo “real” y la transmisión, en todos los sentidos de la palabra transmisión: la transmisión de la señal, la transmisión del virus, la transmisión de la información, la transmisión del miedo, la transmisión del mensaje ha llegado a extremos fuera de la lógica, pero con una lógica de códigos esquizofrénicos en los que el adentro y el afuera entretejen una doble vinculación angustiante. Entre la obediencia y el cuidado, la solidaridad y la supervivencia, la explotación y la administración de los tiempos, los discursos de algunos gobiernos cada vez más irracionales, las teorías y el pensamiento mágico ‒una de las máximas expresiones de este desequilibrio del lenguaje ha sido sostener en algunas regiones del mundo que las antenas de transmisión de internet 5G también transmiten la enfermedad. Quizá la pregunta correcta sea, ¿qué clase de enfermedad además del virus bien delimitado que conocemos, está sufriendo el lenguaje cómo manifestación del desplazamiento del cuerpo?
La propiedad del cuerpo ¿es privada?
Si bien sabemos que varias luchas sociales han reivindicado la autonomía o autorregulación de los cuerpos como consigna de conquista de derechos, de emancipación, varios autores han postulado que si algo sabe hacer el capitalismo, es desterritorializar.
Hoy vemos en las redes sociales cómo bajo la premisa de “mi cuerpo es mío” se justifica el malentendido “derecho” de contagiar al otro.
El cuerpo propio entonces es un territorio que está bajo la regulación… ¿de quién? Del Estado, sí, de la tecnología, sí, y del inconsciente propio, también.
No hay que olvidar que los modos de estar en el mundo dependen de la cosmovision y herencia/ pertenencia de los sujetos, en otras palabras, de la concepción de su lugar dentro de un territorio compartido con los demás cuerpos. Dos ejemplos que nos hablan de estos contrastes son:
Para los antiguos nahuas, y podríamos decir toda Mesoamérica, y podríamos hablar también de cualquier cultura pre-capitalista, el cuerpo es parte de un todo que incluye cosmos, fauna, flora, otros seres humanos e incluso seres o fuerzas invisibles que comparten territorio, por lo tanto la salud, la muerte y cualquier accidente del cuerpo es un acontecimiento compartido; de ahí su estrecha relación con los cantos comunitarios, la palabra es de todos y actúa como un agente de cohesión, medicinal, de intercambio económico y sustento comunitario.
Esto produce un tipo de organización que puede solucionar y gestionar los cambios y los embates de la existencia en grupo, pensando en todos, en el cuerpo social a través de la palabra comunal.
Para sociedades capitalistas, en cambio, el individuo es el centro del Universo, puede explotar, destruir, independizarse, y en esta situación también sería legítimo que contagie, pues el cuerpo es igualmente independiente de su condición compartida. Así vemos hoy pancartas que claman por tener un corte de pelo en medio de la cuarentena, mientras no sabemos de la situación y el destino de comunidades enteras que no cuentan con ningún tipo de conexión electrónica, desapareciéndolas del imaginario público.
¿Será que la tecnología nos ofrece un mundo de conocimiento más amplio?
¿Será que dentro del territorio de las pantallas existe la oportunidad de organización comunitaria? ¿O es que la pantalla nos acerca más a la visión de individuo?
¿Cómo ser con el otro a través de una señal satelital?
Quizá el único terreno utópico posible en estas circunstancias es el lenguaje, quizá siempre ha sido el lenguaje. El cuerpo es el territorio del lenguaje, y en él está la posibilidad de gestionar la pantalla para hacerla un terreno fértil y común.
Un terreno del sueño que está por contarse y que guía los cuerpos.
¿Serán los píxeles capaces de contar toda la tristeza del mundo?