Corren los primeros segundos del primer episodio de la serie finlandesa Sorjonen (Finlandia, 2016, Mikko Oikkonen), apenas se ha pronunciado palabra y ya vemos el cadáver de una niña, la cámara lo fija; tiene ambos ojos y los labios cosidos con cuidado quirúrgico. Es la imagen perturbadora de una especie de muñeca hermosa y macabra. El detective Kari Sorjonen la mira de cerca y comienza un juego psicológico para descubrir a su asesino.
Este texto es un spoiler, no solo porque voy a contarles detalles de algunas series del catálogo de la plataforma de streaming Netflix, sino porque quizá lo que aquí pensaré arruine la experiencia fascinante del consumo del Nordic Noir. Debo decir que no estoy libre de pecado, pues soy “consumidora” de series de suspenso de ese subgénero conocido como Nordic Noir –llamado así por la región en la que comenzó a producirse un estilo de literatura policiaca: el norte de Europa, es decir, en los países escandinavos, y que ahora abarca más genéricamente a un estilo también televisivo y cinematográfico que bien puede hacerse en Gran Bretaña o Francia–, así que tampoco es una acusación moralizadora. Pensar con cuidado mis consumos es una cosa que estoy comenzando a hacer.
Hacia el final de un maratón bastante fortuito de thrillers europeos vi Parfum (Alemania, 2018, Philipp Kadelbach), la adaptación alemana de la novela El perfume, de Patrick Süskind, y entonces debí detenerme en una trampa que mi preconsciencia no me había dejado ver: ¿por qué de pronto todas las víctimas de estos asesinos crueles y trastornados son mujeres, casi siempre jóvenes?, ¿qué hay en esta obsesión europea por los cadáveres de mujeres dispuestos estéticamente sobre elementos naturales (agua, tierra…), lastimadas severamente, pero en montajes preciosistas? Parfum, de hecho, remite en su primer episodio a la Ofelia de Hamlet de forma muy obvia: la mujer asesinada y mutilada flota en su alberca, totalmente desnuda, rodeada de lirios y flores.
He decidido responderme estas preguntas buscando en fuentes europeas, porque si bien la violencia feminicida es un fenómeno que se extiende por el globo, los contextos son harto diferentes. Vivo en un país (este, México) en el que todos los días aparece una mujer asesinada, lanzada a un baldío, mutilada, torturada, violada, sin aparatos preciosistas ni cuidados quirúrgicos de afanosos trastornados. Vivo en un país donde las Ofelias no flotan sobre el agua de un río hermoso en el interior de un bosque profundo y cubierto de neblina, sino en canales de agua puerca, en maletas afuera del metro, en zanjas de lodo. No me imagino escribir estas historias para un país cuya realidad feminicida devora cualquier fantasía asesina. ¿Qué pasa en Europa que de la isla de Gran Bretaña a Navarra aparecen las bellas mujeres asesinadas con dulces en el pubis, como aparece la jovencita en la primera escena de la película española El guardián invisible (España, 2017, Fernando González Molina)? Preciosas mujeres asesinadas en manos de varones misóginos y perturbados por pasados de violencia que ellos replican en los cuerpos de sus víctimas. En México, dicen muchas, se libra una “guerra” contras las mujeres, sí, en un contexto de violencia generalizada, de una guerra del capital contra los pueblos y las comunidades que se inscribe de manera ensañada sobre el cuerpo de las mujeres. Lo de los países escandinavos y anexos es otra cosa, ¿qué? También se trata de un trasfondo de misoginia, ciertamente, aunque matizada por otras cosas que podemos localizar en su historia.
Voy a ir lejos, al mitema de varón asesino que se “enamora” de cadáver de mujer a la que él mismo ha asesinado: Aquiles y Pentesilea. Dice el mito que cuando Aquiles asesinó a la reina amazona, se acercó al cadáver a quitarle el casco para conocer a su aguerrida enemiga, al descubrirle la cabeza un fuego intenso lo recorrió y el deseo se activó en él. Esta semilla de deseo vinculado con el cadáver de una mujer asesinada corrió casi intacto hasta llegar a la Alemania de entreguerras. El filólogo alemán Klaus Theweleit publicó en 1977 dos tomos de una investigación larga que consistió en leer todo el material escrito por soldados paramilitares anticomunistas conocidos como Freikorps, hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, reunidos en Male Fantasies (vol. 1 “women, floods, bodies, history”; vol. 2 “male bodies: psychoanalyzing the white terror”). Entre sus descubrimientos destaca el de una necesidad imperiosa por expeler lo femenino de su cuerpo, de su subjetividad y casi que de su vida. Según se lee en sus testimonios escritos (novelas, diarios, cartas, reportes, cuentos), estos varones desarrollaron un miedo particular hacia mujeres fuera de un mandato de maternidad-hermandad-cuidado, con lo que mujeres militantes, por ejemplo, fueron imaginadas como el diablo mismo, mientras que las esposas ocuparon un sitio más bien etéreo, despojadas de cuerpo, de deseo y de existencia (Theweleit resalta que en mayoría, las esposas no eran mencionadas por nombre en los escritos de estos varones, como si su existencia fuese negada, mientras que las mujeres comunistas recibían todo tipo de nombres imaginarios). Un miedo de mutilación de su hombría se ciñó sobre ellos, lo que se tradujo (en un análisis psicoanalítico de Theweleit) en la necesidad de mutilarlas a ellas en “legítima defensa”:
The clearest indication that Delmar is not speaking factually here is to be found in his spontaneous “knowledge,” at the sight of allegedly mutilated corpses, that this is the work, “almost without exception,” of “women and girls.” He feels persecuted by proletarian women whose hearts, “by force of nature,” have “become devoid of all feelings.” He then ascribes to them the intent to “mutilate” men (himself included) (Male Fantasies, vol. 1, p. 67).
[El claro indicativo de que Delmar no habla aquí objetivamente está en su “conocimiento” espontáneo al ver cuerpos supuestamente mutilados de que es trabajo “casi sin excepción” de “mujeres y niñas”. Se siente perseguido por mujeres proletarias cuyos corazones “por fuerza de la naturaleza” se han despojado de todos los sentimientos. Les atribuye, entonces, la intención de mutilar varones (él incluido).]
Theweleit sugiere en su segundo volumen que este proceso no sucede por una tendencia necrofílica o por un trauma provocado por falta de figura paterna, sino como resultado de entregar su vida y su psique al entrenamiento militar: a matar y morir. Temerosos de su propia muerte, de su fragmentación, alienan la imagen de mujeres, asociadas con la vida y el deseo, y las convierten en presencias monstruosas a las que es preciso eliminar o educar, por medio de la violencia.
It is not corpses that this man loves; he loves his own life. But he loves it—and this strikes me as Canetti’s crowning insight—for its ability to survive. Corpses piled upon corpses reveal him as victor, a man who has successfully externalized that which is dead within him, who remains standing when all else is crumbling (Male Fantasies, vol. 2, p. 19).
[No son los cadáveres lo que este hombre ama; ama su propia vida. Pero la ama –y esto me parece la mejor idea de Cannetti– por su capacidad de sobrevivir. Pilas de cadáveres sobre cadáveres lo revelan como victorioso, un hombre que ha logrado expresar con éxito lo que está muerto dentro de él, que permanece de pie mientras todo lo demás se desmorona.]
La única mujer que no da miedo es la mujer muerta, sometida. Las únicas mujeres que no fragmentan a los varones que las temen son aquellas que se convierten en corpses, cadáveres, cuerpos muertos. Este estudio de Klaus Theweleit no solo me resulta innovador para su época, sino vigente. Como sustituto a su incapacidad de vivirse como seres vulnerables y débiles, porque les está mandatado no hacerlo, estos hombres vuelcan en las mujeres, quienes representan esta misma “debilidad”, toda su violencia.
Hay algo en el Nordic Noir, la elección de las víctimas, la elección de los modos de presentarlas, el modo como hacen aparecer a sus asesinos, que me recuerda a los Freikorps de Theweleit, a Aquiles asesinando a Pentesilea y hallando el deseo allí en el ojo del huracán de la violencia. Así, en Zona Blanca (2017, Francia, Mathieu Missoffe) a los tres minutos vemos el cadáver de una adolescente que cuelga de un árbol en el bosque profundo, o en Karppi (Finlandia, 2018, Rike Jokela), una persona que no vemos, pero suponemos un varón, entierra a una mujer muerta cubierta por una bolsa de plástico. Este grupo de series se presenta entonces como un catálogo de violencias contra las mujeres, su víctima preferida; siempre más sórdidas, más creativas, más crueles. L*s guionistas de estas series sorprenden con su capacidad de imaginar los modos más cruentos de hacer pasar a las mujeres por educaciones violentas, como la pelea de perros contra mujeres de Sorjonen o el secuestro ritual de la detective de Zona Blanca.
Lejos de servir como una manera de educar o concientizar en la violencia misógina, esto tiene como resultado el embellecimiento de la sordidez, de la fascinación por la inteligencia pervertida de los asesinos (como en The Fall [Reino Unido-Irlanda, 2013-2016, Allan Cubitt], cuyo protagonista afirma no ser misógino, pues odia a todos por igual, pero solamente asesina mujeres, curioso). No paramos de consumir la “estetización” de la violencia hacia las mujeres, aderezadas ahora por el estilo nórdico: neblina, bosques inmensos y temerarios, elementos mágicos –el espíritu del bosque, por ejemplo–, como no hemos dejado de consumir las imágenes de guerra, siempre fascinantes, como ya había visto Susan Sontag.
Es verdad que ahora aparece la cuota de género cubierta en posiciones de poder: hay detectivas, inspectoras, alcaldesas que buscan justicia para estas mujeres asesinadas, policías badasses (como la rusa Lena de Sorjonen o Stella Gibson de The Fall), pero el remolino de violencia, la “inteligencia” de los perpetradores, la sordidez del paisaje son, por mucho, superiores a su reivindicación tímida, siempre además del lado de la policía. La idea que equipara policía a justicia sigue siendo intocada, acaso Zona Blanca propone un grupo anarcoecologista como alternativa.
Hay mucho que analizar y quizá estoy leyendo de manera equivocada, pero ante la insistencia en violentar los cuerpos de las mujeres y mostrarlos sin cortapisas mutilados, sangrientos, la lectura de Klaus Theweleit resulta oscuramente iluminadora: “From beneath the surface, its essence emerges: a bloody obscenity” [Desde el fondo de la superficie su esencia emerge: una sangrienta obscenidad] (Male Fantasies, vol. 1, p. 83). Quizá tampoco se trate de invertir los papeles, como hace La Mantis (Francia, 2017, Alice Chegaray-Breugnot, Grégoire Demaison, Nicolas Jean), y volver a la mujer la perpetradora justiciera de varones, no lo sé; quizá se trate de repensar los modos de presentar la violencia en los productos culturales, repensar los criterios con los que se eligen los temas, reconstruir la cultura y sus referentes para desterrar la necesidad de victimizar los cuerpos de las mujeres, y así dejar de alimentar a la sangrienta obscenidad de la violencia misógina.