Una tarde decidí acostarme boca arriba, cubrir todo mi cuerpo con almohadas, ponerme los audífonos, programar una larga playlist de funk y cubrirme toda hasta la cara.

Me quedé ahí horas, primero despierta, luego dormida, luego despierta.

Más de seis discos dejaron sus sonidos dentro de mis oídos. Anocheció. Enterrada entre una pila mullida y blanca, me di cuenta de las múltiples humanas limitantes.

No soy un animal que pueda esconderse debajo de la tierra.

No sé cavar ni construir refugios.

No soy un animal que pueda guardar su cuerpo en una concha.

No soy un animal que genere una piel nueva, ni que flote, ni se confunda con el agua, ni que un haga canto oculto para llamar a sus iguales.

No soy un animal que desafíe con un cuerno al enemigo,

ni que sepa saciar su hambre con las garras.

No cambio de color, ni se me inflama el pecho, no desaparezco en las cortezas, ni saco espinas bajo el miedo.

No tengo escamas tornasol ni mecanismos de luminiscencia.

No mudo de sexo, ni hago nidos en las coníferas más altas, no sé escabullirme entre las piedras, huir a toda velocidad entre la selva, asolearme en los pantanos.

Mis ojos no rotan, ni vuelo, ni puedo respirar en lo profundo.

A lo mucho, intento saber hacer manada, reconocer señales en el pecho.

Y tengo una voz, una que vibra como el más antiguo lamento de los mares cuando estiro los sentidos.

Qué triste es ser humano.

Con razón esta especie tan frustrada.

Quizá podria ser una mutante. Quiero ser mutante.

Abrí un libro, encontré una pintura de Courbet, observé cada color, cada trazo.

Luego vi la pantalla, lo que mis amigos están haciendo con píxeles.

Escuché una voz salir de los audífonos, que gotea aún adentro de mi médula.

Pensé que el único momento donde la especie puede ser un poco bella, un algo digna, un menos muerte y su cuchillo, es cuando crea.

Me aferro a escribir para ser menos humana, pensé. Escribir es un acto salvaje.

Mi acto salvaje. Un modo de escapar del destino.

La creación es el momento más animal del hombre: el instante donde su unicidad, su inexplicable hábito de hacer mundos brota de un modo cabal.

Donde todo el aparato humano está comprometido en una revolución, el aparato soñador, el motriz, el de las sensaciones, todo sueño y carne envuelto en el movimiento de hacer nacer.

El movimiento primario de hacer(se) sentir.

El movimiento de ser el animal que no tiene más poderes que estas falsas brumas:

 el lenguaje.