Nunca me gustó tu nombre.
Me parecía de viejita, de señora amargada, tal vez un poco gorda; sobre todo cuando te llamaban “Beba”. Ahí me acordaba de un personaje bastante absurdo: “La Beba Galván”, un señor que se vestía de señora y pasaba en la tele del cuarto del abuelo, esa recámara toda de madera y olor a cigarro en la que se veían cosas impropias como “Las Gatitas de Porcel” y ve tú a saber qué más.
Entonces tu nombre me daba risa; hasta pena. Nunca consideré que pudiera ser bonito, hasta que una tía, la única mundana, lanzó una sentencia: — Si un día tengo una hija, le voy a poner Genoveva.
Yo no podía dar crédito: — Le vas a arruinar la vida a la pobre criatura, con nombre de viejita y cuerpo de tronquito. —(Cuando uno es joven, es uno muy temerario y muy, pero muy pendejo).
Un día descubrí que, en efecto, Genoveva podía ser un nombre distinguido y elegante: Genoveva Casanova, la Condesa mexicana, casada con Cayetano Martínez de Irujo y Fitz-James Stuart, hijo de la Duquesa de Alba, la mujer viva con más títulos en el mundo, leía yo en el ¡Hola!, la revista que tú me enseñaste, en la que se hablaba de príncipes y princesas, de duques y duquesas, de herederos a pesadas coronas y de portadores de grandes nombres que pertenecían a antiguas y magníficas casas, cuyos ancestros podían rastrearse hasta seiscientos años atrás. De esa gente tan ajena a la nuestra, porque yo preguntaba y preguntaba tu historia y nunca había respuesta.
Bueno, a veces la había, pero siempre era una y luego era otra. Yo sabía que eras huérfana y que habías crecido en un internado. Luego supe que, en realidad, no carecías de madre, que ella estaba viva, que tenías familia en Villahermosa y que aquella tía a la que le gustaba tu nombre la había encontrado a través de un programa de radio, de esos ridículos en los que la gente hace peticiones y lanza dentro de una botella radiofónica un deseo a ver si el mar de metiches radioescuchas algún día lo devuelve.
Pues resulta que lo devolvieron y tu hija, con cien pesos en una mano y la del novio en turno en la otra, tomó el camión a Villahermosa, en donde encontró una nutrida parentela que sabía de tu madre pero no vivía con ella y que, ávida de conocerte, te había invitado a aquella tierra tan distinta a la tuya (¿cuál era la tuya?) —en donde había unos moscos gigantes a los que se les dice zancudos, que habitaban casas feas, acabadas, donde la gente dormía en hamacas y colgaba cortinas de donde deben ir las puertas—.
De eso no me daría cuenta hasta más tarde: de que tenías familia y de que ésta era pobre. Al principio no me lo parecieron. Cuando yo los conocí, un paseo en el río comiendo naranjas y sándwiches empacados en una bolsa de pan Bimbo con una coca de dos litros como maridaje, me parecía la cosa más divertida del mundo.
Tiempo después conoceríamos a tu madre: una señora vieja y arisca que te abandonó para casarse con un taxista —¡un taxista! — con el que se fue a vivir a un departamento oscuro y enmohecido en ve-tú-a-saber-qué barrio bajo de la Ciudad de México. Tu madre, emigrada de Cuba, criada en Villahermosa, que parió a una hija chihuahuense en Veracruz, era una chilanga hecha y derecha, con una hija adoptada (en realidad recogida), quien posteriormente se casaría con un tipo que tenía mirada de pervertido y seguramente le iba al América.
Todo el odio del que yo era capaz (y a temprana edad tenía una muy respetable capacidad de odiar) se fue hacia esa gente. Yo no comprendía la lógica detrás de dejar a la hija que uno tiene para recoger a la que otra mujer no quiere. Cuando supe más de la historia de Caridad, entendí que justo fue misericordia lo que le faltó a la pobre, al permitir que la tuviera alguien que le adhería cintas en la espalda para enderezarla, y que le pegaba por pegar. Entonces comprendí que si tu madre escogió a la fea por encima de la bonita, y a la mensa por sobre la inteligente, fue por alguna especie de mandato divino, de ese dios al que siempre le hablabas pero nunca visitabas, que al resguardarte bajo la muerte de tu madre te salvó de una vida violenta. Al menos por el momento.
Una vez, viendo la tele con mi abuelo, nos dijo que tu historia era como la de la película La Princesita. Entonces yo me acordaba que en tu casa leía en El nuevo tesoro de la Juventud, la historia de una princesita: Victoria de Kent, sobrina y única heredera del Rey Guillermo IV, quien a la trágica muerte de su abuelo, de su padre y de otros tres tíos sin descendencia legítima, habría de encontrarse frente a frente con su destino, el destino de una reina. ¡Albricias! En la colosal tarea de gobernar al Reino Unido y sus colonias, la acompañaría su príncipe: Alberto, con quien tendría una relación hasta la muerte, así como nueve hijos.
Tú encontrarías también a un compañero; solo que este no era príncipe (en su defensa, tampoco era tu primo). También estarían juntos hasta su muerte y tendrían nueve hijos. Aunque dudo mucho que Alberto haya sido como Héctor.
Recuerdo estar tomando café contigo en la cocina, una vez que todos los primos y primas salían corriendo a jugar y tú y yo nos quedábamos platicando y leyendo el periódico. Tú fumabas. En la punta de los dedos tenías unas manchitas minúsculas, casi imperceptibles, de un color entre café y rojo. Imaginaba que así era tu pelo. Siempre me contabas que de chiquita eras pelirroja y yo te confundía con la del cuadro de la sala, el de una niña de trenzas largas y anaranjadas, con una mirada dulce ante un paisaje bucólico. Tiempo después vi ese cuadro en una tienda, luego en otra sala y confirmé que no sabía nada de nada.
— “Pero, abue, ¿por qué si tú eras tan bonita te casaste con mi abuelito que es tan feo?” — preguntaba yo, con la certeza de que obtendría la misma respuesta, esa que te causaba tanto gusto contar, y que redundaría en una severa advertencia sobre la perfidia de los hombres.
—Yo tuve muchos pretendientes, unos guapos, otros ricos, incluso un árabe de apellido Chapur o Yapor (ya no me acuerdo), que tenía ranchos, empresas y hasta un avión. Pero escogí a tu abuelo porque pensé que así de feo nadie me lo iba a querer robar y nunca me iba a engañar. Y me salió peor.
Héctor, tu Alberto, cumplía con lo requerido a los hombres de la época: era feo; fuerte —así lo atestiguarías en diversas ocasiones, cuanto te dejaba inconsciente, tirada en el hall de la casa, o en el piso de la cocina, probablemente embarazada o recién parida— y formal.
Porque Héctor era muy formal: jamás llegaba tarde a la cita con la cantina que, aquella cosa siniestra que atacaba a su doliente alma y pobre cabeza, tenía especial cuidado en agendar.
Tuviste muchos hijos, nueve, como dicho. La primera fue mi mamá, quien ayudó a tus hijos a tener la madre de la que tú careciste. El último fue Omar. De chiquita yo no entendía por qué lo contabas si estaba muerto. O sea, sí estuvo, pero ya no está, y fue el último. Uno tiene que ser madre para saber que con el hijo se salen las entrañas, y aunque él o ella no estén, las entrañas nunca más regresan. Algo así como dicen que se siente el síndrome del miembro faltante.
Recuerdo que a veces tus hijas se desesperaban. No tengo idea de cómo fue su vida contigo, una mujer que vivía como en otro mundo, como sin darse cuenta. Seguramente la casa era una pocilga, sin mucho dinero al principio y con mucho dinero después, con huestes que se abalanzaban para comer, como aún lo hacen ahora. Una casa de ocho niños, dos adultos y dos baños. Pocas cosas me dan tanto escozor.
Digo que tus hijas se desesperaban. Eran las 5 de la tarde de la Nochebuena y tú apenas ibas a inyectar el pavo. Habías pasado el día durmiendo, jugando solitario y leyendo. Yo nunca entendí por qué se enojaban. ¿A quién no le gustan las siestas? ¿A quién no le gusta leer? ¿No entendían que necesitabas tiempo a solas, porque así creciste y luego la vida te aventó un montón de gente que cuidar?
Yo sí te entendía y tú a mí también. Aunque te enojaras porque yo era inutilita y enfurecieras aún más cuando te decía que de grande iba a tener mucho dinero para tener sirvientes y tú insistieras en que para saber mandar había que saber hacer. Aunque me dijeras que por mi culpa mi mamá moriría joven y, en medio de mi llanto, tuviera que salir mi hermana a defenderme. Ojalá me vieras ahora, que sigo sin hacer nada de la casa. Creo que estarías orgullosa de mí.
Digo que nos entendíamos porque teníamos nuestro propio mundo, uno en el que no había que estar acompañadas; en el que podíamos estar solas en medio de una casa de locos, llena de hijos que eran a la vez hermanos y tíos, de nietos que eran primas y primos, todo musicalizado con gritos amenazantes de “ya voy a alzaaaaar”.
A nadie le importaba lo que tú y yo nos decíamos ya en un largo monólogo de tu parte, ya a través de la nueva novela de Stephen King que me recomendabas, ya por el ejemplar de Los peores ataques de tiburones que me encontraba entre tus libros.
Pocas cosas me hicieron verte disminuida tu biblioteca desmantelada, convertida en un cuarto de hospital. A pesar de todo, seguías fuerte en tu liviandad. Siempre fuiste etérea. Tu espalda, permanentemente angosta, era un recordatorio de que existías a medias, a pesar de los hijos, de los golpes y de la edad. Criaste a una familia enorme, enredada, violenta, a la que sostenías de forma misteriosa, casi en el aire.
Apenas supe que para que tus hijos tuvieran regalos en Navidad comprabas juguetes desde abril y los revendías en la temporada. A falta de bodega, los juguetes de los otros niños estaban en la casa. Los significativos, los de tus hijos, no estaban ahí. Como en la música, donde el silencio también es una nota, a veces lo ausente es lo que más cuenta.
Genoveva, Veva, Beba… cuando abrazo a mi bebita escucho a tu sangre latir. Cuando toco su piel sé que es tu aire el que la llena.