De una vecindad de La Lagunilla dos chavos sacaron cargando a un hombre moreno, delgado y sin camisa; lo sostenían entre sus brazos. Era un domingo chelero, y todo ocurrió a una velocidad inusitada, en medio minuto quizá. Aquel moreno tendría tal vez unos cuarenta años, es probable que menos, y honestamente hay otros asuntos en qué concentrarse cuando a tu alrededor está la policía, los vecinos del barrio preocupados, y el desconcierto de no saber si lo que va ocurrir es una balacera, una gresca. Respiro peligro, pero lo trato de disimular.

Una cosa sí quedaba clara el domingo pasado, el moreno delgado que cargaban aquellos jóvenes de gorras deportivas no podía caminar, muy probablemente estaba herido; no sé si sangraba, si se había caído, no sabía qué rayos le había pasado y sólo comprendía lo que se puede comprender a la velocidad del estar al tiro: en La Lagunilla y Tepito quizá no hay otra manera de estar. Mi amigo, al que llamaré con afecto ‘el tlatoani del barrio’, aseguró que había sido herido, no le pregunté si había visto sangre; no entendí nada, pues lo vi como quien camina a prisa pero con firmeza, sin quedarse a mirar; observar de reojo sin armar pancho alguno, y pretender que no está pasando nada, aunque esté pasando todo.

Pasamos por ahí porque ese es el recorrido a la tienda de abarrotes. Unas cuadras atrás de la vecindad ya habíamos notado que algo inusual ocurría, varias motocicletas entraban rápido, entre ellas una de la policía. Parecía que perseguían a alguien; ‘algún robo’, me dije para mis adentros, mientras nos dirigíamos a comprar cerveza. No me atreví a comentarle nada a mi tlatoani del barrio. Guardé silencio, agucé los sentidos y observé atentamente a mi alrededor. Cuando pasamos por esa vecindad había mucha gente fuera como a la espera de algo, ese algo incierto que se refleja en la preocupación de sus caras, la confusión y la alerta.

Para quienes habitamos la Ciudad de México, La Lagunilla es el nombre de uno de los mercados más famosos, antiguos y concurridos; un mercado abierto, ambulante e informal enclavado en un barrio originario que lleva la antigüedad en el nombre: se llama así porque era una lagunilla deforme que funcionaba como plaza y jardín de un embarcadero de canoas. A ese remanso del islote con tierra fangosa que separaba el canal Tlezontantli de la gran Tenochtitlan se le conocía como lagunilla, y rodeaba las riberas de los barrios de Tlatelolco.

Una tesis colectiva de arquitectura de la UNAM (1988) señala que desde la colonia (siglo XVII) “se empezó a poblarse de gente harapienta y bronca” y que actualmente es un “lugar de refugio de drogadictos, alcohólicos y comerciantes”. Amén de la seriedad de esas descripciones, en el imaginario citadino es un barrio popular y “peligroso”. Cualquiera que tenga una mínima referencia de la capirucha sabe que La Lagunilla y Tepito son además de barrios bravos, lugares de un capitalismo salvaje que ha lindado con el crimen organizado, desde algunas décadas recientes.

Me quedaba claro que sacaron a ese hombre de una vecindad de Jesús Carranza, lo subieron a una motocicleta y lo sacaron del barrio, él iba montado en medio de los dos jóvenes que le auxiliaron, o tal vez eran otros. Se dice que en Carranza hay puntos críticos de venta de droga, se sabe; basta que te internes entre los puestos ambulantes para que se te acerquen y te ofrezcan piedra, coca, mariguana, así como si te vendieran tenis, devedés piratas o una caguama. Los vecinos lo saben, la policía sabe dónde se vende droga y todos juegan a hacerse de la vista gorda. Aquí, en el corazón del capitalismo de barrio, se aplica la política del avestruz.

Vistos con ojos de sociólogo y antropólogo, el relato del moreno delgado herido no sólo es previsible, sino en cierto sentido, controlado. Pero pasa que no lo había visto en los días que llevo conociendo La Lagunilla con mi amigo el tlatoani del barrio, a quien, como dije, llamo así con afecto y en clara alusión a la canción de Café Tacvba, que entre su letra dice: “al ver la conveniencia / La Lagunilla y el señorío de la guerrero/ y algún otro reino / formaron la triple alianza que / temida fue por toda la raza”.

La semana pasada el tlatoani del barrio nos mostró la parroquia de Concepción Tequipehuacan, o de “la Conchita”, en el barrio de La Lagunilla. En la entrada se logra ver una placa en la que se señala que ahí, el emperador Cuauhtemotzin fue apresado en 1521, de tal manera que Tequipeuhcan, significa “lugar donde empezó la esclavitud”. De ahí deriva el nombre de Tepito. Se cuenta que ahí le quemaron los pies a Cuauhtémoc.

El domingo pasado, previo a la escena del moreno herido, visitamos la parroquia de Santa Ana, llamada así en honor al dictador ridículamente autonombrado “su Alteza Serenísima”. En esa parroquia, que se encuentra frente a una plaza arbolada y agradable del mismo nombre, hay una placa en la que se nos informa que Mariano Matamoros, prócer de la independencia, ofició allí su primera misa. Visitamos la iglesia, la misa estaba a punto de empezar. La gente del barrio evidentemente lleva una vida cotidiana como todos: va al mercado, a misa, a la peluquería, pasea con sus amigos como nuestro tlatoani, nativo del barrio…