Extraño a Monsi, me hace falta su lectura de la (sub) realidad mexicana y global. Es verdad que no toda su narrativa me gustaba del todo, que la consideraría incluso posbarroca. Lo mejor son sus ironías, su ampliamente desarrollado sentido del humor: sutil, cínico, brillante, devastador por ilustrado, sarcástico con tonos de ponzoña, y eso lo hereda de Novo, de quien reconstruye su vida y de quien abreva, como lo hace de Los Contemporáneos mismos.
En términos metodológicos se puede discutir si es o no sesgada su reconstrucción histórica de la invención de los homosexuales en México, de sí son o no extrapoladas sus interpretaciones del tema de en siglo XIX, de si sus fuentes para el siglo XX son sus amigos; se puede debatir, en lo académico siempre es posible, pero sin duda sus aportes en este sentido dieron nortes para la investigación, hoy relativamente prolija en esa área.
Nunca conocí a Monsi en persona, y después de leer El clóset de cristal de Braulio Peralta, me digo para mis adentros que quizá estuvo bien así; nunca lo sabré. En él, Peralta recoge testimonios de quienes amaron y padecieron al Monsiváis personaje, al escritor con poder cultural, al jeque editorial de la cultura, a sus ligues. Uno es uno y sus amores, somos también lo que los otros dibujan en nuestros rostros, en nuestra piel, en los afectos y los erotismos.
Monsiváis es un ser complejo, así en presente, pues su obra mantiene la agudeza contemporánea, lleno de matices. Monsi a todos les ponía apodos y su sarcasmo era de 24 horas, de manera que muy pocos lo toleraban. Monsi es complejo y quizá no podría ser de otra forma para quien fue edificando complejidad desde que era niño. No me imagino al Monsi activista en los primeros grupos de liberación lésbica homosexual junto a Nancy Cárdenas, o mejor dicho, me lo imagino siempre detrás de las ideas buscando a Juan Rulfo y a José Revueltas para que firmaran manifiestos “Contra la práctica del ciudadano como botín político” (1975), pero claramente nunca lo visualizo con una pancarta, aunque varias veces se le vio en marchas. Monsi estuvo más cerca de las feministas ilustradas que de los activistas gays.
Tengo muy claro cómo Los mil y un velorios fue el primer libro que leí de él, se trataba de una crónica de los así llamados en la década de 1980: narcosatánicos. Era un libro pequeño que cabía en la palma de mi mano, y lo publicó Era; recuerdo que lo compré junto con El principio del placer, cuento de José Emilio Pacheco, ambos en el mismo precio, accesible. Qué ironías de la vida lectora, entre mis primeros libros Eros y Tánatos contenidos en formato de bolsillo. La crónica de Monsiváis no me sorprendió del todo porque ya para entonces leía la revista Proceso, pero esa mezcla de nota roja con una buena pluma, pienso hoy a la distancia, le daba otra dirección a la cruda fotografía de los tabloides como La Prensa, que veíamos desde niños con la mayor soltura en los puestos de periódicos junto a los puestos de tamales. Las esquinas de voceadores funcionan como cachetadas del país donde se vive, aunque sea solo por encuentro azaroso.
Otro texto que me pareció revelador y que continúa siéndolo para mí, es su artículo sobre “La cultura en México”, que viene en Historia General de México, publicado por El Colegio de México. Tengo presente muy bien que lo leí en mis tiempos muertos de un trabajo mal pagado que tenía en una agencia de viajes en la Zona Rosa. Ya había entrado a la universidad y mi interés por la lectura voluntaria se había incrementado. Ese texto de Monsi sigue siendo un mapa imprescindible de la producción literaria y artística de Mexico. Lo más sorprendente del artículo es que Monsiváis conoció a la mayoría de los personajes de los que habla en ese escrito canónico. Monsiváis era la cultura viva del siglo XX. Hoy él es parte fundamental de ella.
Quiero pensar que el “travestismo verbal”, como él le llamaba al lenguaje de su maestra/o Salvador Novo, se ve sublimado en su personaje Doctora Ilustración, que cultivaba en la columna “El consultorio de la Dra. Ilustración PhD.” que sostuvo durante varios años en los periódicos y revistas prominentes mexicanos. En ella se da vuelo a la hilacha para burlarse con ingenio y frivolidad lo mismo del machismo de los sindicatos que de la estulticia de los funcionarios públicos, satiriza a la izquierda y al mundo cultural, empezando por la mofa a los títulos nobiliarios académicos. Monsi fue el mejor de los autodidactas, diversas universidades prestigiosas le otorgaron varios doctorados Honoris Causa, y no aquellas que recurren “artistas” faranduleros y políticos. Monsi no pudo estudiar porque era un enfant terrible, insoportable, al menos así, palabras más palabras menos, lo deja saber en entrevistas: los profesores no aguantaban sus ironías que claramente los denostaban.
Un aplastante y aburrido domingo que me encontraba con Cecilia mi madre (†) viendo una de “Lola, La trailera” en el canal 9 de Televisa reconocí a Monsi en la película. Me sobresalté no solo por tener la certeza que era él, sino porque me pareció inaudito. Creo que fue una de las mejores tardes que pasé con mi madre. Ya no recuerdo si habla o no en la película, pero de cualquier manera su participación es breve, como la de cualquier extra, aunque más breve que su secuencia como el Santa Claus borracho que interpreta en la ya clásica película Los Caifanes. Monsi apareció en otras películas, pero sobre todo fue un cinéfilo de primer orden, así como crítico de cine; la biografía que hizo de Pedro Infante, por ejemplo, es un retrato sociológico del México de ese momento.
Yo ya sabia que Monsi tocaba lo mismo la cultura popular que memorizaba en inglés los poemas de T. S. Eliot. Se podía tutear con José Emilio Pacheco, traductor de Eliot, y hablar de Witold Gombrowicz con su amigo Sergio Pitol.
Podía vérsele en la Lagunilla, escribir sobre Gloria Trevi o burlarse en la cara del Burro Van Rankin (o cómo se escriba) y de Esteban Arce en su propio programa de televisión, que yo veía entonces como veía las “películas mexicanas” del 9. Es lo que había en nuestra televisión oligopólica y fiel soldadera del PRI.
Catecismo para Indios remisos, con ilustraciones del maestro Francisco Toledo, es uno de los libros más divertidos de Monsiváis, en él escribe cuentos que no pudieron ser y se convirtieron en relatos parecidos a los aforismos. “Amor perdido” es imprescindible si se quiere comprender por qué a los mexicanos nos define lo mismo José Alfredo Jiménez que David Alfaro Siqueiros, Raúl Velasco que Benita Galeana, o bien, lo tanto José Revueltas como Irma Serrano. Monsiváis tenía un concepto de cultura con referentes empíricos mucho más amplios que cualquier teórico antropológico.
Es verdad que el tema indígena no fue lo suyo, antropológicamente hablando, pero sabía a conciencia las desigualdades de su país. “Antes del 1o. de enero de 1994, jamás en México se había problematizado la cuestión indígena” dijo con amplio sentido político en su viaje a la Convención Nacional Democrática y su encuentro con el subcomandante Marcos (ahora Galeano).
Se puede hablar de múltiples facetas de Monsi, Monsi personaje histórico, Monsi coleccionista de arte, como lo demuestra el Museo del Estanquillo, Monsi abajo firmante, Monsi élite cultural, Monsi devorador de libros, Monsi constructor de la cultura mexicana. Hoy en su aniversario luctuoso yo sí lo extraño en la prensa, en la televisión, dónde seguramente estaría opinando de la cultura digital viral con fenómenos mediáticos como Rubí, la quinceañera, o bien, comentando la actual narrativa mexicana.
No sé si es necesario otro Monsiváis, en todo caso considero pertinente más escritoras mujeres, más narradoras, más observadores e intérpretes de la cultura desde Tijuana al Mayab, más poetas bilingües indígenas o tretalingues; más cineastas y dramaturgas/as. El mundo cambia vertiginosamente, pero también conserva atavismos culturales, y Monsiváis es y será un referente para comprenderlos en el interior de su vorágine.