(Texto para ser leído con imágenes de: “La velocidad de la luz” de Marco Canale; “Cómo llegar a Fuenteovejuna” del colectivo Los de abajo y “Las constelaciones del deseo” de Murmurante Teatro)

El filósofo de origen vasco Juan Gutiérrez es fundador de una asociación llamada “Hebras de paz viva”, y parte del objetivo del proyecto es fomentar “el arte de recordar la paz en tiempos de violencia”. Es una iniciativa en la que, entre otras cosas, los chicos de secundaria retoman los relatos de los abuelos; y donde hay la posibilidad de generar una archivo de relatos que den luz acerca de los momentos de engarce de la paz viva. Para Juan, las hebras de paz viva no son un solo un concepto, sino aquello que conforma el tejido mismo de nuestro vivir juntos. Estas hebras están formadas de los vínculos que generamos en el respeto y cuidado de la vida. Se trata de un tejido que como, en la canción, puede sostener tantos elefantes como podamos contar, pero en la medida en la que sean estos elefantes los tejedores: su fortaleza está, precisamente, en su multiplicidad. En el proyecto se afirma que:

 

En Engarces de Paz Viva se combinan cuatro elementos:

 

1.- El acto mismo en que un ser humano o varios salvan, protegen, alientan, consuelan, educan, a otras vidas en necesidad o incluso las engendran y crían;

 

2.- la conexión entre esos seres humanos, cadena de trasmisión de esos actos, que puede ser muy diversa y que entra en juego al realizarse el acto, aunque puede que llegue más tarde a la(s) persona(s) a quien ese acto se dirige;

 

3.- la motivación o constelación de motivaciones que impulsa el acto, que puede venir ya de antes o ser súbita, interesada o desinteresada -en el caso de hebras de paz viva-, a veces muy clara y otras veces difícil, incluso imposible, de dilucidar;

 

4.- y la situación en que se da una conexión que puede canalizar el acto mismo y favorecer o dificultar que se imponga la motivación que lo impulsa.

 

 

Justo la noche del miércoles 6 de diciembre en que nos hemos reunido a platicar con la inmejorable persona de Juan Gutiérrez, los policías de Honduras declararon: “somos pueblo, no matamos pueblo”. Una declaración asombrosa que suspendió la violencia de Estado desatada tras el fraude electoral.

 

En nuestra reunión, Juan ha contado otra historia, la de un exmiembro de ETA que fue enviado a asesinar un periodista. El miembro de ETA esperó en la calle a que el periodista hiciera su paseo rutinario, y al acercarse éste, el sicario llevó la mano al arma para consumar el acto, pero no pudo realizarlo. “No pude matarlo. Nos miramos a los ojos y no pude hacerlo”, dijo el de ETA.

 

De manera que este “mirarnos a los ojos” tiene alguna relación con las hebras de paz viva.

 

Es urgente aclarar de inmediato, que esta textualidad de paz se opone a otra: la del llamado tejido social. Pues como bien aclara el Comité Invisible: “La operación de la que vive la ficción social consiste en pisotear todo lo que conforme la existencia situada de cada ser humano singular, borrar los vínculos que nos constituyen, negar los agenciamientos en los que entramos, para a continuación recuperar los átomos, bastante lisiados, así obtenidos y retomarlos en un vínculo completamente ficticio: el famoso y espectral `vínculo social´”. Como la butaquería de un teatro, la ficción social nos quiere a cada uno en un lugar, atomizados, con el cuerpo fijo a una determinada subjetivación a la cual se le presenta un guión y unos vínculos que nada puede hacer para transformar.

 

Las hebras de paz implican, por su parte, el ejercicio detenido de mirarnos a los ojos, para dejarnos tocar por el querer-vivir de alguien más. Es darle posibilidad a la suspensión de todo juicio para que lo singular (que es de alguien más, pero también es mío. Corrijo: que es alguien más pero también soy yo) para que lo singular florezca.

 

2.

Mientras escribo estas líneas, el Concejo Nacional Indígena (CNI) intenta obtener el registro de María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy (una médica tradicional nahua de Tuxpan, Jalisco, que allí mismo fundó la Casa de Salud Calli Tecolhuacateca Tochan), para participar como candidata presidencial en las elecciones de 2018. El asunto es relevante por todos lados: en primer lugar, porque se trataría de la primera candidatura indígena en más de un siglo posrevolucionario e implica la visibilidad inmediata de los cuerpos ignorados por la modernización del país; segundo, porque esta candidatura evidencia el desgaste del juego electoral monopolizado por partidos políticos que han trabajado siempre por el interés corporativo; tercero, porque la candidatura pone de cabeza la teatralidad electoral: Marichuy no es la candidata de un partido, es la vocera de una parte de la población organizada que no tiene solo un programa político, sino una visión de mundo. En efecto, el interés del CNI no radica en hacerse de la presidencia, sino en utilizar el guion electoral para acceder a un lugar de enunciación, un escenario. Un escenario, por cierto, nómada, pues su intención no es dar foco a la protagonista, sino incitar a la organización de los habitantes (es decir, a hacer política al margen del propio sistema electoral) de los territorios locales, a través de un recorrido por todo el país.

 

Y tenemos entonces varios ingredientes para pensar: en primer lugar, la toma por asalto de cierta teatralidad que monopoliza la representación para intentar colar otras representaciones entre sus fallas; un gesto paródico y paradójico, en cuanto pervierte el sentido de un dispositivo hegemónico. En segundo lugar, la necesidad de un escenario que destaque y amplifique cuerpos y discursos que se habían mantenido en la sombra espectatorial, a costa de su capacidad de hacer mundo. En tercer lugar, la contundencia de estos cuerpos y estos discursos que, con su misma presencia, evidencian tanto los límites de los dispositivos anteriores como la propuesta contingente de otros modos de representación que no se atienen ya a las promesas de la ficción al uso.

 

Como es evidente, el desplazamiento de la ficción electoral no es fruto de un pensamiento estético en primer lugar, sino de un estado de emergencia. Y es este estado de emergencia el que, al parecer, también comparten muchos intentos provenientes de las artes escénicas u otras disciplinas que rozan la performatividad del estar juntos. Quiero decir que, para muchos artistas, comenzar a imaginar la aparición de otros cuerpos, de otros discursos; la apropiación de espacios públicos o privados para convertirlos en espacios comunes; los recorridos est/éticos, o la pregunta por el nosotros, tiene menos que ver con una innovación artística que con la pregunta acerca de cuál puede ser la potencia del arte en tiempos de la necropolítica, que no respeta ninguna frontera: geográfica, disciplinar o corporal.

 

 

3.

Entre 1966 y 1968, los Diggers de San Francisco agitaron y acompañaron a los movimientos juveniles estadounidenses. En esos días llenos de buenas intenciones, este colectivo escénico de jóvenes pensó que el teatro debía ir más lejos, y que aquello que sucedía en las tablas podía ser llevado a la calle y que no tenía que haber división entre el escenario y la vida. Los chicos comenzaron haciendo lo que llamaban “teatro de guerrilla”, que consistía en presentar obras en la calle diseñadas para alterar el curso cotidiano de ésta y que alguna vez concluyó con la policía dialogando con las marionetas, antes de arrestar a los actores. Pero luego, el grupo pasó a la iniciativa de conformar la realidad a través del pensamiento teatral: los chicos recolectaron (o robaron) comida de supermercados y se dedicaron a hacer almuerzos gratuitos, en los que ellos y otros voluntarios cocinaban, pero le pedían al público traer su tazón y cuchara. No se trataba de una obra altruista pues los Diggers conocían muy bien cómo se movía el mundo y sabían que la sociedad del dinero es la sociedad que arroja lo básico, así que ellos tomaban lo que era de todos e invitaban a unirse a quien quisiera. Para llegar a esta comilona al aire libre –es importante subrayar la naturaleza del escenario-, los convidados debían pasar por un marco anaranjado de 4 metros de ancho, que los obligaba a atravesar hacia lo que llamaban “un marco de referencia liberado”.

 

Pero eso no fue todo, además de los almuerzos gratis, los Diggers organizaron Free Stores, tiendas gratuitas, libres, en las que todo aquel que pasaba podía llevarse, literalmente lo que quisiera. Por esas tiendas pasaron muchos veteranos de Vietnam que entraban con el uniforme militar y salían como civiles. Pero, además, estas tiendas reunían a la gente y a su deseo para otros haceres: en ellas había sesiones de cine o dormitorios y también mucha gente ofrecía trabajo voluntario médico o jurídico. Se trataba, como decían ellos del “teatro de todos los posibles”.

 

¿Dónde está el arte en esto? Es sencillo, escuchémoslos. Los Diggers decían que: “Se trata de mostrar actuando, a través del teatro, el modo en que las cosas podían o deberían ser. Cuando decíamos “todo es gratis”, no significaba que fuera verdad, sino que nosotros queríamos que lo fuera. Intentamos crear las condiciones de vida que describíamos”.

 

Quedémonos con el arte como un lugar que “intenta crear las condiciones de vida” y no que las imita. En resumen, para los Diggers, no estaba primero la infraestructura teatral, sino que el teatro era el medio que movilizaba el deseo. ¿Deseo de qué? De mundos posibles frente a la emergencia mortal.

 

4.

Se trata de dos operaciones conjuntas: por una parte, se trata de subvertir las maneras hegemónicas de representación que en la modernidad requieren de un escenario para mostrarse. No se trata de la negación de la representación, sino del uso paródico de ésta para señalar lo que hasta ahora ha estado fuera de escena. Discursos, cuerpos, imágenes, vínculos, mundos que la gran representación a forcluido para garantizar su existencia.

 

Y, de la otra parte, hacer escenarios para mirarnos a los ojos, para practicar la escucha atenta. En la tradición tojolabal -como dice Heriberto Paredes- escuchar desde la cultura del otro para conocerla y poder comprenderla se conoce como k’umal. Se trata de hacer un mundo entre quienes aparecemos, pero también se trata de dejar en suspenso nuestras ficciones para aprehender otras. Para desatar el imaginario de lo imposible, es decir, para quitarle las ataduras a ese repertorio de posibilidades que nos tiene aquí, reprimiendo al pueblo, matando a los periodistas, pensando que el artista es el vocero de dios y todas esas cosas.

 

No hay tejido social que restaurar, porque “sociedad” es precisamente la ficción que sale sobrando. Otra vez el Comité Invisible: “No en vano ‘sociedad’ es sinónimo de empresa. Ya era el caso, por cierto, en la antigua Roma. Bajo Tiberio, cuando uno montaba un negocio, estaba montando una societas.” De inmediato, cualquier vínculo se subordina a la constante económica, que es la que, de las mineras a los narcoempresarios -pasando por Slim y Ocesa-, reduce toda relación a la espera de una ganancia.

 

Lo que se pierde así es la situación, que no es cualquier anécdota, sino que la situación es la composición de cuerpos en la que es necesario tomar postura, poner el cuerpo frente a lo desconocido e ineludible. Es donde las singularidades encuentran su potencia bajo un extraño nosotros que sólo en la situación se conjuga.

 

 

La situación requiere de la escucha, de mirarnos a los ojos para reconocer al antagonista y al cómplice, como Antígona frente a Ismene, la social Ismene. La situación es acción, no representación de la acción.

 

La paz viva, pues, requiere buscar los ojos de quien comparece frente a nosotros -aún en medio de la violencia- para mirarnos. Se trata de instalarse del lado contrario al de la pornoviolencia que sólo sabe vivir entre el miedo. Como afirma Juan Gutiérrez: “Hay toda una complejidad de la malla. Pero lo más importante es acercarse ahí: no reducir la paz a paz negativa, no ver la violencia como total. La realidad no es una mera sopa de violencias, sin ningún otro condimento. Quien te dice: `Desengáñate, sé realista: aquí lo único que cuenta es la violencia´, se está engañando a sí mismo y en vez de ser realista es un idealista negro.”

 

Si teatro es el lugar para mirar, lo que la emergencia reclama no es la restauración del viejo escenario donde acuden las acciones de los otros. Lo que urge es podar toda aquella ficción que nos impida hacer contacto con la mirada de aquellos con quienes componemos la situación. Lo que urge es pensar juntos en cómo crear las condiciones donde la vida, toda la vida, todavía sea posible.