¿Cómo se ve afectada el habla cuando el cuerpo vive en suspensión, cuando pende del miedo, cuando todos los esfuerzos están enfocados únicamente a la supervivencia?

¿Cómo es que los términos se tuercen entre los labios, se exprimen y se les despoja de significado para hacer de ellos recipientes para seguir alimentando la máquina hambrienta de poder?

Ciudadanx es aquel individuo susceptible de gozar de los derechos de una sociedad y es aquel que también se rige bajo sus leyes.

Sí, esa es la definición.

Es 2020 y a través de la gran lupa que es la pandemia estamos presenciando —sin demasiado asombro— cómo es que no todos somos ciudadanxs y cómo en ausencia de esta categoría, lo que se pierde es el derecho a la vida.

Desde el momento en que se determinó quién era susceptible de ser ciudadanx dentro de la polis hubo desigualdad en la repartición de derechos. Por ejemplo, a las mujeres se nos dejó fuera de cualquier estatuto de participación política, pero se perpetuaron los deberes asignados dentro del núcleo social, es decir, legitimaron nuestra explotación, (lo cual da pie a luchas sociales hasta el día de hoy en todas partes del planeta), pero también se dejó fuera a cualquier sujeto que no fuera considerado lúcido o productivo y con la suficiente capacidad de decidir por los otrxs. Es decir, el ciudadanx es también un gobernante de sus coetáneos, de aquellos que no pueden decidir. Este será el doble filo que organiza el juego de la opresión.

Es en este momento de la historia tan fértil tecnológicamente, tan seguro de sus conocimientos, tan convencido de su orden (a pesar de que vive en eterna convulsión), tan orgulloso de su democracia, cuando se está cuestionando profundamente el sentido su propia estructura.

Para el ciudadanx neoliberal, el Estado no alcanza a cubrir la demanda de sus derechos, es entonces que se ve arrojado a su destino en el Mercado, arrojado a ese afuera donde no hay más que la traducción de su fuerza de trabajo en la medida de valor que otrxs le asignen. Y de ahí ver para qué le alcanza. Y le alcanza para muy poco.

Le fue asignado poco.

Entrega el cuerpo y todas sus fuerzas a cambio de los insumos necesarios para mantener la vida de ese cuerpo.

(Pensemos en lxs minerxs, azucarerxs, las costureras, y tantas otras actividades que atrofian literalmente los órganos, los ojos, los pulmones, la espina dorsal, y dejan a los trabajadorxs en condiciones penosas tras décadas de jornadas extenuantes, y que al llegar la edad de jubilación están enfermos e irreversiblemente lastimados).

Literalmente se deja el cuerpo en la producción. Y la vida. Una vida que no importa cómo sea provista mientras el cuerpo tenga las fuerzas suficientes para seguir produciendo. El resultado de esta lógica es la muerte; la vida se convirtió entonces en una enfermedad crónica.

En estos días, el mundo que ya estaba absolutamente delimitado por las fuerzas del capital, se ha dividido súbitamente en dos “clases”: los sanos (o los que pueden cuidarse y pagar por conservar/recuperar la salud) y los enfermos (que aunque todavía no estén contagiados ya son vistos como un foco de infección social, porque de un momento a otro enfermarán por “exponerse”).

En este país hay muchísimos lugares donde no hay acceso al agua, hay miles de personas que no tienen un lugar digno para dormir. (Basta pensar en los damnificados del sismo de 2017 que aún duermen en las banquetas bajo carpas de plástico, muchos de ellos adultos mayores.)

Los potenciales contagiados son los trabajadores empobrecidos de siempre y paradójicamente son los que continúan sosteniendo la vida de los demás, el suministro de lo que ellos mismos carecen: repartidores, campesinxs, comerciantes, transportistas, etcétera.

[rl_gallery id="16600"]

El otro síntoma evidente de esta enfermedad llamada capitalismo es lo que ocurre con las mentes, con la imaginación y los discursos y no solo de los más poderosos —también varios filósofos vivos se han contagiado— sino aquello que sucede con la visión del ciudadanx común nublada por una especie de meritocracia en la que aspira a ser ejemplar por medio de una moral punitiva y merecedora de la salud.

Desde los supuestos de que ciertas cualidades morales protegen del contagio hasta la exigencia militar para castigar a los “desobedientes”, los trabajadorxs son juzgadxs, señaladxs con el índice de cierta clase media igualmente explotada, pero que busca la legitimación simbólica dentro de la voracidad del sistema.

Hoy se habla incluso de la calidad de la alimentación como un factor de la enfermedad cuando paradójicamente son los programas gubernamentales, los esquemas laborales y los ritmos frenéticos de producción los que fomentan el consumo de lo que ha envenenado por décadas a la sociedad y que hoy subrayan como protagonista en los daños por Covid.

No olvidemos que si el llamado veneno azucarado que es el refresco se usa como líquido vital, es porque muchos lugares fueron despojados de sus cuerpos de agua por grandes trasnacionales, y no solo refresqueras, sino cerveceras, textileras, y otros monstruos de producción. Basta echar un vistazo en las notas periodísticas para saber cómo se han multiplicado las regiones que luchan por defender su territorio, su alimento. Sin embargo, los discursos oficiales, que son los que reproduce el buen ciudadanx, apuntan, señalan y hacen recaer todo el peso de la responsabilidad sobre los individuos, es decir, lxs despojadxs, precarizadxs, a quienes les han quedado pocas o nulas posibilidades de elección. No son campañas de concientización lo que se necesita, sino justicia social y respeto para las tierras y las aguas de los otrxs.

Claro que es más fácil dejar la maquinaria correr, vigilando y castigando a aquellxs que ya estaban castigadxs por sus condiciones de pobreza, despojo o desplazamiento. Lxs buenxs ciudadanxs quieren enseñarle a los demás cómo deben vivir.

Lxs buenxs ciudadanxs solo pueden pensar en términos de individuo, jamás de comunidad.

***

En las ecuaciones de las medidas de prevención no están contempladas aquellas actividades que naturalmente requieren del contacto físico en un país como México, donde el grito es esencial en la cotidianidad: “el viene-viene”, el gritón del microbús, el afilador, el merolico, los cantantes, los marchantes, los payasos, los mariachis… y una larga lista de oficios que literalmente dependen de la saliva de las personas. Sin mencionar a oficiantes que se sancionan moralmente en tiempos prepandémicos como las prostitutas, las bailarinas, las ficheras, etc., cuyos oficios han estado atravesados por la indiferencia, el desprecio y la explotación y que hoy se hace evidente al ni siquiera mencionarlos en ningún plan de contingencia.

Hoy el gobierno comunicó que Covid no se transmite por fluidos sexuales, pero sí por besos y abrazos.

Estos son algunos ejemplos de cómo es que el cuerpo ha estado excluido sistemáticamente de los discursos, como si no fuera él mismo el medio de producción, como si el sujeto que produce no portara un conjunto de carne, respiración, sangre y huesos que goza, sufre, se transforma, enferma y muere.

Lxs ciudadanxs neoliberales son sujetxs separadxs incluso de su propio cuerpo. Seres solitarios parte de un engranaje de producción, aisladxs del organismo social y del entorno natural, separadxs de su territorio, de su lengua, de su origen ritual: un trueque perverso de identidad a cambio de derechos.

Su existencia se encuentra entonces anclada a los medios de producción que poseen quienes le explotan, una marca, una “familia empresarial” que tal como se demuestra ahora no se interesará en su bienestar sino en la medida de su capacidad de producción. Pero ese es su arraigo.