Acordes bárbaros, dirán muchos. Revelación maravillosa de posibilidades sonoras jamás sospechadas, afirmamos nosotros.

Manuel de Falla, “El cante jondo, arte primitivo andaluz”


A Laura Chirino, bailaroa y maestra de flamenco, con cariño.

He bailao. Así, sin d. Porque no es lo mismo haber bailao que bailado. Son cosas distintas, mundos diferentes. Según Antonia Santiago, “La Chana” –bailaora de cuya existencia supe por mi amigo Eugenio–, el tiempo después del baile es sagrado; vaya, no lo dice así, lo dice mejor. Dice que los olés los hace el alma cuando el cuerpo y sus facultades se someten a su voluntad, la del alma, quiero decir, y que al terminar de bailar no puede ni hablar ni sonreír ni nada. Está en trance y necesita espacio. Espacio, literal, para ese ensanchamiento de lo inefable que produce el cuerpo en movimiento, los giros, los jaleos de palmas, las ráfagas de zapateados; después de esa conversación intensa entre las palmas y la suela con clavos de los zapatos, la guitarra y el cuerpo de la bailaora, el cante y los escarceos del compás. Como un derviche reinventado, en aceleración, descompuesto en partes. O como una tarantela curativa.

El flamenco entrena la preconsciencia, como todo entrenamiento de alto rendimiento, como el bateador de beisbol (para usar una analogía que el Dr. Benny Temkin hizo en su clase de Psicología Política) capaz de mirar la trayectoria de un bólido que se mueve a 105 millas por hora, controlar el parpadeo, dirigir la tensión de sus músculos, y pegarle en el mero centro, todo en milésimas de segundos. Así debe ser con el compás, el pie, la pierna, las caderas, los brazos se acompasan con la guitarra y el cante; deben saber si aceleran, si callan, si se aletargan. La guitarra suelta sus ayes y la bailaora decide en milésimas de segundo; si la bailaora desliza sus verdades en un contoneo del cóccix, en un bambolearse de las caderas, en una llamada –código flamenco, como el caló de los gitanos que lo bailan–, el tocaor debe saber, de una forma que sólo la intuición entrenada conoce, si rasga a toda velocidad sus cuerdas o si calla.

La bailaora nunca baila sobre el cante: no se pisan, no se enredan, dialogan como dialogan los elementos invisibles del cosmos o del cuerpo humano. No tengo claro qué es lo sagrado ni cómo definirlo, sólo sé que La Chana no miente cuando afirma que una vez que se ha bailao, aquello que sucede en el cuerpo no es convencional; algo pasa y el cuerpo no da más de sí, pero no es cansancio, es entrega. Es adoración. Adorar es esto. Los olés, sí, los hace el alma que baila.