Mi relación de espectadora con Abraham Cruzvillegas ha sido intermitente: me ha interesado profundamente y también me ha aburrido. Su historia personal, sus libros de pedagogía, su mito purépecha, su capacidad de ver me han tocado desde hace años. Cómo abrir puentes con aquello que siempre se está negando.

Cuando era pequeña mis padres vivían en Indios Verdes y tenían una trabajadora doméstica que vivía en esos cerros llenos de casas que se ven desde la Avenida Ticumán, al norte de la Ciudad de México. A veces fuimos a verla a su casa: recuerdo el lodo de las calles sin pavimento, el olor a basura y drenaje, los perros negros y amarillos persiguiendo el coche. Recuerdo las casas aglomeradas. Mi nana se llamaba Elidia, tenía las manos curtidas, brillosas del detergente para la ropa, era dulce y triste.

Su hábitat era un terreno anguloso, estrecho y largo. La casa carecía de unidad: una secuencia de cuartos aislados, escaleras sin destino, lavaderos de ropa y el baño con tambos de agua acumulados. Había muchos hijos y nietos y piedras. Mis padres eran padrinos para una fiesta de XV años y fuimos varias veces a la casa durante los preparativos y por supuesto a la celebración. Ahora lo sé, nosotras éramos las hijas de los patrones. ¿Cómo nos vería la familia? ¿qué pensaría de nosotros la cumpleañera? ¿Habría diferencias en el color de piel?

La habitación de la festejada era de tabicón sin aplanado y techo de lámina de asbesto. Dentro recuerdo un mueble tocador dorado, coronado por un espejo con un marco de plástico al estilo Luis XV. Había maquillajes, recortes de revistas, collares, anillos. Recuerdo a mi papá hablando del mal gusto de los pobres.

La obra de Cruzvillegas siempre me lleva de regreso a esa forma de habitar. La ciudad latinoamericana colonialista, orgullosa y cultural que se rodea con cinturones de muchísimos kilómetros cuadrados de miseria. Espacios que carecen de drenaje, transporte público, electricidad, servicios de recolección de basura y por supuesto, nada de la intensa vida cultural de las ciudades; pero que tampoco tienen naturaleza ni campo ni espacio. La liminalidad, la periferia. El lodazal.

 

 

Cubetas, maderas de cimbra, trapos, tabiques, triques, botes, basuras, botellas, telas, láminas, cartones: toda una familiaridad de materiales de la pobreza latinoamericanas enmarcadas en cubos blancos, para personas blancas, en espacios blancos de la ciudad. La Tallera es un museo enclavado en una de las zonas más blancas y adineradas de Cuernavaca. Sus hermosas paredes son vecinas de casas gigantescas con albercas, jardines, jacuzzis y servicios domésticos. Todo es pulcro: siempre hay más custodios que espectadores.

Cuando vi por primera vez AUTORECONSTRUCCION, INSISTIR, INSISTIR, INSISTIR me cruzó un sentimiento de tristeza profunda. El arte contemporáneo a veces es tan autorreferencial, a veces todo es tan lejano de la vida (suspiro)… Pero la pieza estaba incompleta. No me di cuenta de que la pieza no era de Cruzvillegas sino que era una colaboración, y mientras no viera la colaboración, no estaba viendo la pieza.

Insistir.

Entramos y nos pidieron una distancia prudente con la escultura que flotaba al centro. Había un tapete con instrumentos mexicanos: coyoles, ocarinas, sonajas y atecocolis. Fui danzante azteca en mi adolescencia y conozco bien los instrumentos, sobre todo la magia del caracol marino, el atecocoli. Un hombre moreno, visiblemente indígena, vestido como músico de orquesta sinfónica, se colocó las coyoleras en los pies. Hizo cinco toques de caracol y Bárbara Foulkes comenzó a dar sentido a la escultura colaborativa.

La obra transcurre en una tensión entre lo pesado y lo ligero, entre lo femenino y lo masculino, entre lo mexicano y lo extranjero. El cuerpo de Bárbara es femenino, fuerte, educado y brutalmente blanco.  En un principio su cuerpo es oposición a la escultura: hay un discurso de colonialismo.

A medida que avanza, esas tensiones se convierten en equidistancias, la escultura hace caparazón en el cuerpo de la performer, hace espejo mientras giran como satélites: lo uno de lo múltiple, lo múltiple de lo uno. Hay un momento en que no se sabe quien es el cuerpo, la música de la huasteca lo inunda todo: la basura y la pobreza son el cuerpo social, la mujer blanca es el cuerpo biológico. La tensión entre el cuerpo blanco y el basurero se invierte, ahora vemos un cuerpo femenino contra una estructura de poder.

La pieza deviene deconstrucción. El ciclo del poder se revela: institución, destitución, restitución, constitución. La pieza se desmonta. ¿Qué esta desmontando este cuerpo femenino? La escultura que flotaba ligera comienza a tener el peso de aquello que cae: es violenta. La escultura comienza a mutar, es a un mismo tiempo modernidad, patriarcado, neoliberalismo, miseria, violencia; la escultura revela lo que siempre ha sido: constructo social. Ella resiste, se agobia, se cansa. El poder ancestral de la música la acompaña, no es un apropiacionismo, es un empoderamiento. En ese momento ella me parece una mujer divorciándose.

La escultura no tiene un significado fijo, la escultura deviene peso mientras que la mujer deviene resistencia. La escultura es todo aquello que nos agobia, que nos pesa. La mujer se convierte en maquinaria de guerra, en motor libertario.

Todo es un vaivén entre la resistencia y la reacción. Una niña del público se tapa los oídos para no escuchar la violencia de los golpes: hay un deseo de paz, pero ese deseo de paz no es libertario, es regresivo. Mejor las cosas como están. Mejor los cinturones de miseria con tele satelital, sin ruido, sin revuelta. Pero Bárbara insiste, insiste, insiste. Suda, tiene la cara roja, se agobia, no puede más. Pero la música de la tierra no se cansa, la música de la tierra sigue suave, cantando el encuentro, relatando el discurso como un río. La casa se cae. El patriarcado se cae. Se cae. Se está cayendo.

 

** ‘Autorreconstrucción’, última activación del 19 de octubre. En este cierre participaron Bárbara Foulkes y Andrés García Nestitla. Proyecto Siqueiros La Tallera.

*** Fotografías tomadas del FB de La Tallera.