Este año que está por terminar Brenda Ríos (Acapulco, 1975) ha publicado un libro que ha titulado sin titubeos con dos palabras que asustarían a muchos, lo femenino y el amor: Raras. Ensayos sobre el amor, lo femenino y la voluntad creadora. Raras es lo que dice su título, un volumen sobre 25 mujeres, algunas escritoras, otras no, a las que Brenda Ríos ha seleccionado según un criterio afectivo, amoroso; estas mujeres significan, en mayoría, algo para ella. Habría podido hacer un libro crítico formalísimo sobre la obra de estas mujeres, pero ha decidido presentarlas como una lectora que conversa apasionadamente, sin temor a ser juzgada, de lo que lee y de lo que siente cuando está leyendo o cuando ha leído. El resultado es un libro ameno y profundo que se lee al ritmo que cada lector o lectora le dé.

Tuvimos la oportunidad de entrevistarla para Jerónimomx sobre este su más reciente libro.

 

Isaura Leonardo.- Me gusta citar a María-Milagros Rivera Garretas, en realidad, me gusta citar esta frase suya: “La palabra de mujer nace con el cuerpo, y viceversa”, aunque es digna de una reflexión intensa, también es algo que siento como un conocimiento intuitivo, de algún modo me parece exacta. Dice también que no es el mismo caso de los hombres, a quienes les está dada La Palabra hegemónica, política y pública y no necesitan darse cuerpo. Esto me obliga a preguntarte la pregunta chocante: ¿existe una escritura de mujeres y una de hombres?

Brenda Ríos.- Te voy a responder con otra cita, ja. Virginia Woolf defendía que la literatura no tenía género. Es, o debería serlo, andrógina. Pero no siempre es así. A mí me gusta mucho pensar en los bordes, en los cruces, en mujeres como Fernanda Melchor, de la que han dicho que escribe como “hombre”, por sus temas o por su lenguaje. Me gusta pensar en lo masculino y femenino que hay en cada escritor. Si me preguntas, Duras es enteramente masculina y Caio Fernando Abreu es más femenino que su ídolo Clarice Lispector. Hace años hice un ejercicio de bitácora a cuatro manos con un amigo. Me di cuenta de que yo escribía en masculino y él en femenino, tardamos en darnos cuenta de eso y fue maravilloso. Podemos ser Orlandos y eso es el reto. Ahora, lo que sí creo es que no vemos del mismo modo las cosas, los fenómenos, la raíz de los problemas del mundo. A los hombres les impone lo doméstico y a la mujer le agota solo reconocer ese mundo del sentimiento. La crianza, el cuidado del otro, la casa, las tareas del hogar son contadas por mujeres; la guerra, el alto pensamiento es contado, en su mayoría, por hombres. Y claro, eso empieza a ponerse borroso, como una foto vieja. Somos testigos ahora de que esos personajes de un género a otro se modifican, se transforman, se travisten. Podemos ser todos locos, locas, mariposas, elefantes, vasos de vidrio. Y poder movernos de lugar. Quien solo crea en un modo de ver e imaginar desde su percepción genital tendrá una visión no solo limitada, sino bastante pobre.

 

IL.- Me interesa mucho cómo el cuerpo de las mujeres se crea y aparece en esta escritura, pero también cómo aparece el cuerpo de los hombres en su obra. Pienso particularmente en Sharon Olds, pero no solo en ella. ¿Pudiste llegar a alguna reflexión sobre el cuerpo masculino a partir de tus relecturas y lecturas?

BR.- Es un tema que me interesa mucho. Mira, por siglos-años las mujeres fuimos concebidas como seres etéreos y pálidos (Poe), tan frágiles que debían llevarnos a un sanatorio con aguas termales (Thomas Mann), ilusionadas y tan románticas que podemos enamorarnos de la posibilidad del escape (Flaubert), o seres pasivos, abiertos, dispuestos a recibir siempre (Henry Miller). Pero las mujeres apenas comenzamos a hacerlo, hablar del cuerpo propio y del otro. Cuando era muy joven leí El amante de Duras y Las edades de lulú (Almudena grandes) y me la pasé meses con los ojos muy abiertos. No sabía que eso era posible. Recuerdas ese cuento fantástico de Inés Arredondo: “Estío”, donde la temperatura exterior corresponde a la de la narradora, acalorada e hirviente, una mujer mayor que se apasiona por el amigo del hijo. Bueno, hay dos escenas ardientes inolvidables. Arredondo no tiene que ser explícita: los cuerpos jóvenes en la arena, mientras ella está echada leyendo, creo. Y ellos son hermosos, delgados. Y comen sandía a mitad del río y avientan las semillas al agua. Luego regresan a la casa y ella tiene tanto calor que toma la siesta en las baldosas porque es lo más fresco de la casa. Come tres mangos con las manos chorreando pulpa y he ahí, en esa suciedad dulce donde está el deseo. Los chorros escurriendo y ella es tan feliz hasta que la muchacha la descubre y se llena de culpa. A eso me refiero con contar las cosas desde otro lado. El último ensayo de Raras es sobre Kerstin Thorvall, quien no tiene miedo de hablar de su cuerpo, de su deseo, de los hombres que amó. Y la misma Sharon Olds en ese poema donde abre el baño cuando es una niña y ve al padre desnudo cagando en el inodoro y esa imagen la acompaña mucho tiempo. Hay que hablar del cuerpo, es enunciarlo para que se presente; es algo casi místico. Las grietas, el abdomen, la espalda ancha. Los muslos, las piernas, la diferencia de color entre el cuello y la parte de los brazos que va cubierta siempre por la camiseta. Cada cuerpo es una calle, un bar, una iglesia. Hay que entrar ahí con respeto y veneración.

 

IL.- Muchas cosas salen a flote cuando se lee Raras, y mientras leía pensaba en el asunto del prestigio ligado a la escritura. Las historias de estas mujeres, creo que en la mayoría de los casos, es una relación más bien incómoda o no bien avenida con la fama, el prestigio, la figura pública. ¿Qué piensas tú al respecto?

BR.- El prestigio es la reputación que marca un cierto grupo. No siempre significa aprecio social, ni mucho menos dinero. El prestigio es un reconocimiento por algo que haces mejor que otros. A muchas de las autoras en Raras que tuvieron prestigio en vida el precio fue caro. En algunos casos la soledad, el divorcio, la falta de comprensión de los que las rodean. Clarice Lispector era y es una escritora con mucho prestigio, muy reconocida, tan famosa que hay esténciles de ella en algunos muros de Río de Janeiro. Y sin embargo se ganaba la vida con varios empleos a la vez. Inés Arredondo tuvo que regresar a Culiacán a dar talleres y vivir como pudo porque su exesposo, el poeta Tomás Segovia, no siempre pagaba la pensión, o Elena Garro, a quien la fama le llegó tarde y tuvo una vida de película, sí, pero no de las que dan ganas de vivir: un amor atormentado, un gobierno que la persigue y un exilio duro. Terminó viviendo en un departamento caluroso en Cuernavaca con una hija alcohólica. Ambas resentidas por el mundo que les correspondía vivir y que no tuvieron.

 

 

IL.- Te dije en la presentación en la FIL del Zócalo que para mí en tu libro hay 26 autoras, porque apareces allí en primera persona, y puedes hacer aseveraciones críticas muy formales, pero también apuntes al vuelo y lecturas personalísimas de estas mujeres y su obra, y además introduces a un personaje/voz con quien dialogas, tu amiga Mer. ¿Cómo fue para ti el proceso de diálogo con esta selección de mujeres? Y ¿cuál es tu relación con la manera como las presentas, quiero decir, buscaste el tono, apareció, es una extensión del famoso tono confesional?

BR.- Hay autoras que me importan mucho, la misma Clarice, de la que hice una tesis hace años y que dejé de leer también. Autoras cercanas a mí, como Arredondo o María Moreno o Lucía Berlin que descubrí apenas. Pero también hay tres amigas mías: una es Verónica Bujeiro, otra es Assionara Souza, que murió de cáncer el año pasado y la misma Mer (Mercedes Álvarez, poeta argentina) y entonces ves que mi selección es de orden amoroso, de gente que no tendría “foco” encima porque no están en el contexto de un mercado editorial más incluyente, donde su escritura sale del molde comercial, donde exploran y hacen una obra personal que se distribuye en editoriales independientes. Por eso las incluí. Pero también hay otras que me pareció interesante incluirlas, como Hannah Gadsby o Andrea Arnold, que algo en ellas me “hizo click” para pensar cosas. Eso me gusta mucho, que algo me “saque” del lugar donde estoy y me haga concentrarme. Sobre el tono, pues es simple: el ensayo más antiguo es el de María Zambrano, si ves, es el que tiene más notas al pie porque así escribía antes… jajaja. Hay dos textos donde hablo con Mer porque esa idea surgió para una columna que luego no se pudo continuar, la idea era hacernos cartas-reseñas en las que habláramos de poesía de Argentina y México. No queríamos hacer reseñas típicas sino contarnos cosas extras, la vida que uno tiene como lector. Porque no somos lectores siempre. Y hay un texto de Clarice que quise hacer para ella, de cómo la busqué la primera vez que fui a Río y que hice el viaje de una de sus protagonistas (Ana, en “Amor”) y que yo no tuve ninguna epifanía en el jardín botánico. Los demás ensayos corresponden a una escritura que intento que sea incluyente, que alguien de 12 años o una persona que no tenga mucha lectura pueda entender. No me gusta la grandilocuencia ni lo rebuscado. Quiero lograr una escritura simple, clara. Como una conversación, eso quiero.

 

IL.- Me gusta pensar en esta selección como un contra-canon, ¿tuviste criterios de selección de las autoras?, ¿cómo fue que estiraste tanto la liga que cupo Becky G, pero también Clarice Lispector, por decir un ejemplo?

BR.- Sí, esa idea me gusta. Aquí está Anaïs Nin y Emily Dickinson, pero también muchas jóvenes que no son para nada canónicas. Hice mis estampas personales de jugadoras de un juego desconocido, un juego del que nadie sabe las reglas y que quizá nadie quiera darme algo a cambio de ellas. Lo de Becky G fue algo espontáneo, como con Gadsby, las vi y dije “quiero escribir sobre ellas”. No todas las antologías deben ser sobre mujeres famosas y muertas. En el caso de Los raros de Darío todos sus autores (hombres, claro), la mayoría eran franceses, blancos y muertos.

 

IL.- ¿Hay un modo como se deba leer este libro?

BR.- Con curiosidad. Son textos breves, si uno no te gusta vas al otro y así. El lector no se agota (me han dicho).

 

Raras; Brenda Rios