Al pozo no le gusta que le tires piedras.
Lastimas su quietud.
Ese juego no le agrada.
Si quieres jugar con él,
haz de tu voz una pelota,
arrójala,
verás que te la devuelve.
Briseida Cuevas Cob
¿Es posible un estar en el mundo que contemple el presente como el único tiempo que habitamos?
La mecánica de vida bajo el yugo del capital y su estrechez de pensamiento nos hace cargar con todos los tiempos verbales, dejando al cuerpo exhausto y adolorido.
La crispación de los nervios que el futuro provoca sobre la piel y los huesos hacen del cuerpo un ramillete de ojitos abiertos.
Arrastrar el pasado, llevar su peso a cuestas, dibuja una idea del impacto físico del tiempo. El cuerpo cede y se lastima frente a los tiempos verbales.
La idea del futuro es una forma más de la mirada utilitaria: “una consecuencia lógica” de los acontecimientos presentes, dicen.
Conjugar el futuro es una forma de retar lo inexistente.
Querer develar el misterio de lo que no es aún, lo que no vendrá siquiera y que no puede ser imaginado, el devenir de nuestro ser, la transformación.
Algo que no tiene forma aún dentro de los ojos.
El intento de conjugar la lengua en futuro no como adivinanza, ni sueño o premonición —que transitarían caminos erráticos—, sino como un mandato, una línea de meta legible que debe ser pisada es un asunto de desgaste. Y por supuesto de control.
El tiempo futuro es una especie de intercambio del momento por el momento. Un pequeño trueque de vida. Es usura. La espera de un pago por el presente. De ahí todas las ideas que gesta el capital: la meritocracia, el voluntarismo y todas aquellas taras de la lógica que conocemos: la negación de lo aleatorio del mundo, del infinito de posibilidades abiertas, de las potencias ocultas, la negación del otro también, la falacia de que nuestra lengua puede dar cuenta de lo que será. Como si el destino fuera una suma o una resta o una operación matemática que después del símbolo de igual tendrá un resultado coherente, legible y lógico. Pero el tiempo no es así. La vida como la lengua conjuga en modos más complejos y sinuosos.
Y algunas lenguas —como toda lengua que es mundo y modo— sí lo han comprendido.
¿Dónde están los cuerpos situados respecto al tiempo?
¿Dónde están los cuerpos situados respecto al presente?
El conjunto de lenguas dentro de las cuales está nuestro español, por la naturaleza misma de su proceso “civilizatorio” (llámese conquista, masacre, poder), al que pertenecen reflejan la visión del sujeto frente al tiempo como si este fuera un sustantivo: el tiempo es exterior al ser. Y el ser se sitúa en medio. Sobre una línea temporal.
El tiempo por venir está allá: el cuerpo deberá alcanzarlo, el tiempo pasado está detrás como una huella imborrable.
El tiempo expresado como sustantivo lo anula como experiencia. Tener tiempo, carecer de él, como si fuera una posesión, como si fuera una mercancía.
¿Cómo pensar entonces la utopía? ¿Cómo pensar el devenir del sujeto y de la historia si condicionamos el destino a las lógicas de la ganancia?
Esta visión desdibuja los grises del significado y limita la trascendencia que tiene el concepto del tiempo cuando no es visto como un conjunto de hechos que se experimentan adentro. Adentro del cuerpo, adentro de los límites de la vida, no solo de un individuo, sino de una comunidad: un tiempo, una experiencia compartida.
En la lengua maya de Yucatán el tiempo revuelve, da vuelta y se cierra y el futuro alcanza al sujeto: “el tiempo le viene por detrás”, “el tiempo le va a pegar”, “le va a encontrar”.
Cada nuevo evento viene a tomar el lugar del anterior. Siendo el curso de la vida una serie de acontecimientos superpuestos, lo cual habla más claramente de transformación que de la famosa evolución de raíz positivista.
En la lengua hopi la nube no puede más que ser verbo.
En anymara el pasado es el tiempo del ojo: lo que ya fue visto, el futuro es el tiempo de espaldas, pues no es conocido aún.
No creo que sea lejano a esto que en el mito azteca del Quinto Sol, cuando se camina por el inframundo se carga en la espada un espejo de obsidiana para que el que viene atrás, que también es el alma propia, se vea reflejado en piedra negra.
Otras lenguas usan los tiempos cardinales para expresar el fluir del tiempo, poniente u oriente, la salida o el ocaso del sol como metáfora del porvenir o del pasado.
El futuro es la espera de la maravilla o la catástrofe, es también un bastón para seguir caminando sobre piedras con los ojos cerrados, mientras sangran los pies.
La idea del futuro nos hace actuar como acróbatas poco hábiles.
Creemos que sin ella estaríamos despojados, nos faltaría esa cuerda imaginaria sobre la que balanceamos la angustia, siempre con vértigo, siempre lacerándonos. Aferrados a la imposibilidad.
Hay momentos que nos arrojan afuera. Afuera de la lengua, al borde del mundo.
Nos arrojan hacia las rocas a las que temíamos: lo sin habla, lo sin tiempo, lo indeterminado, lo sin forma. El devenir del yo. Todo aquello que no coagula aún en los fluidos de la inercia. La potencia aún sin descubrir: la potencia de los colores, de los músculos, del ritmo, lo que puede lograr el cuerpo, lo que puede hacer sonar.
Mareas que nos arrastran y nos silencian. Golpean la cabeza y nos dejan en ella solo el blanco. Tendidos en la orilla en soledad. Siendo.
Esa clase de silencio no pretende ser elaborado ni en sentido ni en palabra, solo en olas, puras olas: la absoluta suspensión de las medidas del mundo.
La hermosa tremendura de la simultaneidad. No es solo el tiempo lo que flota. Es el sentido. El sentido de lo útil. Es el poder.
Suspender la lengua sin los márgenes del régimen de la enunciación, sin los pronombres y las conjugaciones habituales, sin los sentimientos y las rutas de pensamiento conocidas, con otra técnica, otras palabras, otros sueños, otro tacto.
El futuro, como el cuerpo, como el otro, como el inconsciente, como lo que punza, como el mundo todo —está hecho de lenguaje— es en él donde existen todas las posibilidades de sentir y de hacer sentir, siendo de un material diferente al que fuimos hechos. Re-haciéndonos en una nueva geometría.