El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional.

―Buda

Domingo 22 de marzo. Leo al filósofo surcoreano Byung-Chul Han. “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia.” [1]

Pienso que en este momento histórico es crucial no perder de vista cómo se reparten, entre todo lo existente, las diferentes capacidades de agencia política, es decir, las posibilidades de intervenir en la modificación de lo político entendido como la organización de la polis común. En los escritos de Michel Serres, Timothy Morton, Bruno Latour, Rachel Armstrong o Jane Bennett, por enumerar solo algunxs, podemos leer sobre cómo la agencia no humana entra ahora con plena fuerza en la Historia de lo humano. Estxs autorxs nos permiten ver que aquello que llamábamos naturaleza no era más que una construcción cultural, y que los seres que la componían, vivos o no, son actores políticos tan importantes como cualquier otro actor humano, llámese Estado, ejército o sociedad. Pero no nos engañemos. Como dice Han, el virus no hará lo que nos toca hacer a nosotrxs. El COVID-19, un algo a lo que difícilmente podemos llamar ser, puesto que no reúne las mínimas características biológicas de la vida, está desplegando una clase de agencia similar a la de un tsunami o un terremoto. Lo trastoca todo, pero actúa sin voluntad. Crea, sin querer, un nuevo escenario. O más bien lo propicia: somos nosotrxs quienes hemos creado este aquí y ahora de aislamiento, pánico y estancamiento. Bienvenidas, bienvenidos: aquí estamos. ¿Podemos estar de otra manera?

Lunes 23 de marzo. Envuelto por un silencio poco habitual en esta ciudad, siento la tibieza del sol de la mañana. Estoy en un espacio suspendido al que llamo entretiempo. Más precisamente, entiendo este momento como un lapso de espacio-tiempo en el que se yuxtaponen catástrofe y anástrofe. Si la catástrofe es un giro súbito y violento que rompe con el curso de los acontecimientos y que, por lo tanto, crea una discontinuidad radical entre el pasado y el presente, la anástrofe, siguiendo a Amy Ireland, es el futuro configurándose. La anástrofe es el proceso mediante el cual comenzamos a simpatizar con una apertura hacia lo desconocido que está por venir. Acumulamos la energía potencial que podría permitir la entrada en nuestros cuerpos de un afuera inimaginable, situado espectralmente en el futuro. Dicho con otras palabras, esta mañana soleada y serena me hace entender que hemos cruzado un umbral. La vida no volverá a ser la misma, al menos potencialmente. Y, potencialmente también, se abre un horizonte de lo posible del todo desconocido. Entramos en un afuera, o ese afuera entra en nosotros. Lentamente, junto con el paso de estos días de confinamiento.

La mañana sigue su curso. Leo el boletín informativo emitido por uno de los dos grandes bancos suizos. Extraigo algunos fragmentos, que copio aquí junto con mis reacciones:

“La economía [se] recuperará en U, Los bonos en V y la Bolsa como el símbolo de Nike.”

(Se refieren, obviamente, a las curvas que trazan las fluctuaciones financieras.)

“Hay que mutualizar la deuda primero y monetizarla después.”

(Sí, se prevé un endeudamiento masivo. No es ningún secreto a estas alturas. Pero me pregunto a qué se refieren con “mutualizar”. ¿A que paguemos los platos rotos entre todxs, como siempre? Y, por supuesto, la monetización siempre es un final feliz… para los robots financieros.)

“Lo más difícil en esta crisis es tener un escenario, y que la psicología y las noticias no influyan sobre el mismo.”

(Claro, es muy difícil mantenerse radicalmente desacoplados del mundo. Hacer como si no pasara nada, crear un plano de consistencia inmune a nuestro dolor corporal y mental, para que el dinero siga su camino, de la mano de ese amigo invisible que no es capaz de sentir ni de enfermarse. Las finanzas se aceleran siempre: es así como alcanzan la velocidad que les permite escapar de la empatía, de lo humano.)

“…por definición habrá una recesión económica, ya que se ha decidido parar buena parte de la industria y los servicios. [Pero] tampoco parece que esto vaya a conducir al mundo a una Gran Depresión.”

(Hay optimismo. No puede no haberlo. A veces pienso que los mercados son ogros devoradores de emociones positivas. Por eso hay que generarlas maquinalmente. Ya se encargan de eso los departamentos de marketing y publicidad.)

No sigo leyendo. No puedo decir que entiendo toda la terminología financiera (que, según Arjun Appadurai, presenta al lenguaje humano en un estado de decadencia terminal, brutalmente numerizado y despojado de su capacidad para distinguir entre lo verdadero y lo falso), y además me irritan la falta de cuidado y torpeza con las que está escrito el boletín. Pero alcanzo a ver que el banco se prepara para las próximas oleadas de quiebres de empresas y el desempleo masivo. La palabra clave aquí es prepararse. Los bancos calculan estos escenarios usando algoritmos más o menos complejos, para decidir a dónde hay que mover el dinero ahora. En medio de esta crisis, está claro que el sector tecnológico será el preferido. Todos los datos que estamos entregando e intercambiando en las redes sociales, todos los contenidos que estamos consumiendo, tan vitales en estos tiempos de aislamiento, vuelven sumamente atractivas a las grandes compañías tecnológicas. Es el momento dorado de la monetización de la comunicación humana, de la vigilancia y la datificación generalizada.

Yo lo entiendo así: el hipercapitalismo, apoyado en el menguante poder político de los estados, está intentando revertir la catástrofe y, al mismo tiempo, hacen todo por impedir que fructifique la anástrofe. Los poderes se anclan al pasado y se cierran a los futuros posibles. En una operación retrocrónica, que sólo puedo calificar como titánica, las tecnofinanzas y sus ayudantes políticos luchan, con todas sus fuerzas y recursos, por mantener la normalidad de un pasado que ahora mismo se me aparece como un espejismo. Pero, ¿es irreversible el curso del tiempo? ¿Tiene sentido reventar este periodo de entretiempo, que abre una pausa extraña entre lo que fue y lo que puede ser, con tal de volver al tiempo previral y conjurar un mundo posviral?

Hasta hoy hemos vivido en una realidad definida por lo numérico, lo técnico, y lo económico. Federico Campagna la describe como una cosmogonía, es decir, como un sistema de realidad plenamente consumado en el que lo único real es aquello que se puede medir y que, por lo tanto, se puede serializar e intercambiar. ¿Cuántas personas no sienten que su ser se reduce a un simple número intercambiable y desechable, bajo la tiranía de un trabajo numerizado que las obliga a arriesgar la vida a cambio de un sueldo miserable? ¿Y cuánto mundo hemos destruido en el afán por medirlo todo, con tal de convertir todo lo existente en mercancía? En mi opinión, en esto consiste el fascismo contemporáneo: en la dominación plena y sin fisuras de lo numérico, lo técnico, y lo económico.

No hace falta imaginar a los banqueros poniendo una pistola en la sien a los políticos para obligarlos a que tomen medidas que reviertan la catástrofe económica. El hipercapitalismo no necesita esta clase particular de violencia, aunque se alimente de muchas otras. A tal punto ha llegado la totalización de este sistema de realidad, que nadie necesita de amenazas para contribuir al funcionamiento de la megamáquina. Lo hacemos por nuestra propia mano, porque no hay alternativa. Sin embargo, la catástrofe que hoy sentimos en nuestros cuerpos también señala el posible final de esa hegemonía, que al fin y al cabo se revela ya como un engranaje de falsedades.

El mercado financiero, pretendidamente fluido, eficiente y autorregulado, se ha apoyado siempre en la fuerza de lo público. ¿Acaso los gobiernos no rescataron bancos y empresas con nuestro dinero en las crisis más recientes? Se habla de la dicotomía entre público y privado, cuando en realidad hay una amalgama entre ambos modelos. Pero la relación no es simbiótica, sino parasitaria. Lo privado se expande y prospera, poniendo fortunas estratosféricas en cada vez menos manos, a costa de lo público, que se precariza y se hunde en la miseria. Ante esta enfermedad, se vuelve urgente huir hacia otro modelo que ponga en el centro lo común.

El bien común es diferente de lo público. A pesar de pertenecer a todxs, lo común también es administrado de forma directa por todxs, y no necesariamente por un Estado u otra forma política representativa y centralizada. Y, por la misma razón, lo común es radicalmente diferente de lo privado. Un bien común puede ser escaso o abundante, tangible o inmaterial. Puede ser el agua, que debe ser cuidada por todxs y compartida equitativamente, para evitar la tragedia de los comunes que, según Garrett Hardin, ocurre cuando la competencia individual empobrece y arruina un bien común. O bien, puede ser el conocimiento, potencialmente ilimitado e ilimitadamente movilizable. Ya se trate de una cosa u otra, lo común necesita no solamente de organización y cooperación, sino también de reciprocidad. La reciprocidad es un principio de convivencia que regula los intercambios sociales en diferentes culturas alrededor del mundo. Rescato aquí, a pesar de su carga colonial, la perspectiva antropológica desde la cual Marcel Mauss trazó la reciprocidad en sus estudios de las sociedades polinesias. Mauss observó que en la reciprocidad  entraban en juego tres obligaciones igualmente importantes: dar, recibir y devolver. Pero más allá de este mecanismo social, que regulaba el intercambio de bienes materiales, Mauss identificó un componente inmaterial: lo que hoy conocemos como el espíritu del don, o hau, que en lengua Māori significa ofrenda ritual. Lo que se da, se recibe y se devuelve está encantado por un espíritu, que actúa como agente capaz de inducir una autorregulación espectral de los procesos recíprocos. Allí donde se siente el espíritu del don, existe la reciprocidad.

La anástrofe que vislumbro desde mi ventana es esa utopía en la cual cada unx de nosotrxs sentimos el espíritu del don, y actuamos en consecuencia. Una hautopía, un mundo posible en el que habita un espíritu que resguarda el bien común.

Termino este escrito en mi aquí y mi ahora. Este espacio y este tiempo están definidos por una sensación espectral del hau: por la conciencia de estarme cuidando por el bien de otrxs. Lo hago porque creo que con ello cuido de lxs más vulnerables, entre lxs que cuento a lxs ancianxs, lxs enfermxs, o lxs que no pueden darse el lujo de cuidarse porque viven al día, bajo la tiranía de este sistema de mierda que se tambalea. Quizás me engaño, pero percibo que este momento está impregnado por la entrega constante de mi bienestar individual como ofrenda ritual, que otros recibirán a pesar del aislamiento generalizado, y que quizás algún día me será devuelta.

Viajé de Barcelona a la Ciudad de México el 13 de marzo, hoy hace justamente diez días. El pánico estalló ese mismo día en España, y por ello fui de uno los últimos viajeros que lograron salir, antes de los cierres, los aislamientos y el estado de alarma decretado por el gobierno de Pedro Sánchez. Había planeado largamente mi regreso a México. La fecha del viaje estaba prevista desde antes de la crisis pero, como todxs, jamás llegué a imaginar que el mundo colapsaría por culpa de un virus. Al llegar a México me puse en cuarentena. Me costó varios días asumir la paradoja en la que me hallaba: vine a México para estar más cerca de mis padres, ya mayores. Para cuidarlos. Y, justamente por cuidarlos, debía mantenerme lejos, estrictamente confinado. No los he visto, y tampoco a mis amigas y amigos, a quienes deseo abrazar. Sin embargo, recibo sus noticias a través de las redes y escucho historias de solidaridad y cuidado que me conmueven, puesto que me permiten ver el brillo de la anástrofe: de ese mundo posible que podría nacer pronto. Un mundo posible que podría abrirse en medio del dolor en el que estamos, y a pesar del sufrimiento que vendrá.

Una amiga muy querida me cuenta que en su barrio en Barcelona, el Poble Sec, se ha organizado un grupo de vecinas que llevan comida y medicinas a personas mayores, con especial atención a mujeres migrantes. Su historia me emociona profundamente: se da, se recibe y se devuelve y, por si fuera poco, en varios idiomas a la vez: catalán, castellano, inglés, árabe y urdu. Deseo un futuro apuntalado por esas pequeñas entregas, por esa manera de decir nosotrxs.

Estoy entrando en la segunda semana de mi cuarentena. Si cargo el virus, lo veré aparecer dentro de tres o cuatro días, como máximo. O no, en caso de que el invasor no provoque síntomas en mi cuerpo. Es una espera silenciosa y solitaria. Le hago frente al tiempo gracias al sol que se cuela por la ventana de esta habitación que logré alquilar in extremis. Pero, sobre todo, me lleva adelante el imaginar la dimensión común del cuidado. Pienso en la manera como, desde el cuerpo y para los cuerpos, podría florecer la semilla de nuevos imaginarios políticos. Ojalá que este entretiempo nos sea propicio.

Continuará…

[1] Byung-Chul Han, “La emergencia viral y el mundo de mañana” https://elpais.com/ideas/2020-03-21/la-emergencia-viral-y-el-mundo-de-manana-byung-chul-han-el-filosofo-surcoreano-que-piensa-desde-berlin.html