Desde que estaba muy morra, 15 o 16 años, cada vez que voy a la playa en Guerrero o Oaxaca me confunden con local. Me han pedido pescadillas, ostiones, permiso para usar la hamaca y una vez un señor de los helados me pidió trabajo en la enramada. Siempre es muy divertido. En la playa mi fisonomía es más mía. La piel morena se oscurece mucho más, los chinos se rebelan contra cualquier acondicionador y se ponen salvajes como enredaderas. La ropa me estorba más, reconozco mi ambiente. Mi negritud aparece por debajo del mestizaje, el nombre de mi bisabuela negra de la Costa Chica se me ve en los ojos, la nariz ancha y los labios bembos. Mi belleza es una belleza de la playa: mulata, bemba y mestiza.
Los cuerpos cargan con historias propias, pero también con historias sociales. Los cuerpos de África fueron marcados con un colorímetro y una asignación que ya lleva más de tres siglos vigente: NEGRO.
Un cuerpo marcado con la palabra NEGRO carga una historia particular. Una historia de secuestros, exilios, inmundicias, golpizas, esclavitudes, enfermedades, humillaciones, violaciones y genocidios. En nuestras historias poscoloniales todos tenemos un marcaje en el cuerpo. En el mío habitan las marcas indio, negro y mestizo. Es responsabilidad de todos nosotros reconocer el tipo de marcaje que tenemos, estudiarlo y aprender las dinámicas de poder y privilegio que utilizamos con ese marcaje.
Esta vez volvió a pasar que me confundieran con local. Pero ahora quien me confundió fue una mujer blanca del sur del continente, asumo que argentina por el acento, pero no lo sé. Se acercó a mí con total prepotencia y me dijo: “¿Trabajás aquí o qué?”. Me miraba hacia abajo, molesta por mi actitud displicente. Me quedé callada. Volteó a ver a otro moreno y le dijo: “Mirá, necesito que me atiendas”. El otro cuerpo moreno la atendió.
No me avergüenzo de mí ni de mi etnicidad ni de mi fisonomía. No me da pena ser confundida con un trabajador o un pobre. Pero cuando una persona blanca da por hecho que soy su sirviente solo por mi color de piel o cuando veo la manera en que esa misma persona trata a quienes le ofrecen un servicio como sirvientes, me doy cuenta de que muchas personas blancas en Latinoamérica han omitido hacer el trabajo de repensar el marcaje que su cuerpo lleva puesto. Por supuesto que los blancos mexicanos, los blancos peruanos o los blancos argentinos no son responsables de lo que los colonialistas hicieron hace varios siglos, pero sí deben estar conscientes de que su cuerpo tiene un marcaje de privilegios y de poder, y de que gozan de los derechos históricos a la belleza, al dinero, a la salud, al éxito y a la educación. Que viven más años, que sus casas tienen más servicios, que gozan de mayor salud. Y que todo ello es gracias al despojo sistemático e histórico a personas nativas, africanas o mestizas. Y que cuando se comportan con prepotencia, su actitud no es individual sino que está acompañada por una historia de cinco siglos de humillaciones, vejaciones y maltratos.
Cada uno de nosotros debe saber quién es y dónde se encuentra. Y si queremos llegar a un estado de bienestar emocional, esos microrracismos deben parar. Nosotros los morenos debemos aprender a señalarlo y no introyectar la inferioridad, y ustedes los blancos deben aprender a reconocer sus privilegios y darle la espalda a los abusos y las prepotencias.