Patinar la ideología.- Hoy oponerse a algo implica hacerlo ante la posibilidad de una fragmentación difícilmente cuantificable. Quizá se pueda decir mejor: toda crítica se ejerce como el patinaje sobre un hielo conformado por infinitas capas superpuestas. Y algo así no me parece un argumento a favor de que las ideologías hayan cedido, sino de que su conformación es hoy mucho más compleja, y a veces difícilmente legible. Y la causa de tales deslizamientos no solo depende de los discursos en sí mismos —o no solamente de ellos, de sus principios argumentales— sino de los formatos que les soportan y que, de un modo particular, también poseen su dimensión discursiva. Acá cabe el clásico ejemplo de la imprenta; antes de su popularización, el poder se decretaba desde la lejanía de los textos bíblicos escritos en latín, que no eran de fácil acceso. Luego, en manos de una clase religiosa que difícilmente era blanco de una crítica generalizada acerca de su proceder corrompido en casi todos sus estratos, las escrituras y los mitos en ellas contenidos eran lo que aquel reducido grupo elaboraba desde tal base. El arribo de la imprenta —se ha repetido hasta el cansancio— fue el origen del cisma de un orden religioso anterior al siglo XVI. Escritos como las 95 tesis de Lutero, que ponían en cuestión el comportamiento del clero y la venta de indulgencias, en pocos meses habrían inundado toda Europa, lo cual marcó el inicio de una de las revoluciones culturales más importantes hasta nuestros días. Así, la expansión de la Reforma protestante subdividió el pensamiento, lo cual afectó todas las manifestaciones culturales futuras; aun las de los sujetos poscolonizados que, como ocurre en toda América hasta hoy, hemos sido educados por las tendencias resultantes de los ajustes que la misma Iglesia habría sufrido durante el proceso de recomposición de sus dogmas. De este modo, un cambio de tal naturaleza dependió no solo de ideas disidentes, sino de la posibilidad de que estas pudieran conocerse en un momento en el que había un gran descontento, y una buena cantidad de focos anímicamente dispuestos a conjuntarse para desarrollar una avanzada imparable. Luego, pasó lo que conocemos: una nueva subdivisión de tendencias y contradicciones. Y, claro, el arte no fue ajeno a tales transformaciones.

 

Idealismo y capacidades diferentes.- Esto viene a cuento porque si observamos el prisma infinito de la historia, no habrá discurso ahí que no dependa en buena medida del formato que le soporta. Toda crítica, en realidad, solo está completa si se analiza la naturaleza de sus soportes —sean estos físicos o inmateriales— y la organización de la información en ellos contenida. Así hoy, como ya lo sugería arriba, los formatos permiten que las discusiones se multipliquen, y a la vez que se atomicen según las plataformas, las redes y su organización concreta. Y, por ejemplo, por mucho que cualquier moralista del correo quisiera que regresáramos a la correspondencia postal como única vía de comunicación, tal cosa sería imposible por razones evidentes. Sin embargo, si bien es viable expresarse cada vez más profusamente gracias a la diversidad de formatos electrónicos —lo cual nos ha hecho producir una cantidad de verborrea discursiva inclasificable—, los formatos siempre dependerán de estadios específicos. Y estos no son sino el producto de otros momentos históricos en los que la realidad fue clasificada según las luchas de poder mediante las cuales tal orden fue conseguido. Así, no existe modernidad (un término que empleo acá inocentemente) sin pasado. Pero a la vez no existe pasado que no sea visto desde el presente y sus referentes. De tal manera que lo que le corresponde a la crítica cultural que usa al arte como uno de sus referentes, es establecer equilibrios entre tendencias presentes y pasadas, pensando en una objetividad relativa (es decir, asumiendo tal relatividad como principio). Porque, por ejemplo, pensar que hay objetividad absoluta en cualquier campo, sin darse cuenta de las distintas capacidades posibles —capacidades diferentes— para organizar el discurso y hacerlo pasar por real, es pensar de manera limitada o, para decirlo sin descalificar a destiempo: idealista.

 

El estilo de la inmediatez estilística.- Habrá que decir de inmediato que, sobre todo cuando se trata de observar los fenómenos estéticos, surgen diferencias que revelan atavismos e ideas construidas a priori, de muy distinta procedencia. Otra manera de decirlo es que no hay pensamiento sin política, porque no hay ideas que sean exactamente iguales en dos mentes diferentes. Digamos que la política compone procesos que sirven para salvar el espacio que nos separa del otro. Aunque, ya sabemos, a veces eso es sencillamente imposible. De cualquier manera, un buen territorio para demostrarlo, y en el que se levantan las ámpulas más ardientes, es el discurso acerca del arte contemporáneo; partiendo de un principio de observación básico y generalizador, insertados en una lógica de convencionalismo productivo, los juicios desde los cuales se parte para observar una obra de arte dependen muchas veces de un imaginario de referentes inmediatos y conocidos. Y esto se puede comprender: no resulta fácil procesar, desde las operaciones laborales en las que un trabajador gasta tiempo de vida para cambiarlo por beneficios económicos, que el artista pertenezca a un estrato productivo cuyos procesos operan con cierta independencia. Si bien en el campo artístico se es parte del mismo sistema económico para comerciar con aquello que se ejecuta, hay un cierto margen en sus procesos, en los que la fuerza de trabajo es aparentemente proporcional a la cantidad del dinero devengado. Por supuesto, si se le revisa desde la teoría económica con calma, no hay equilibrio proporcional entre el valor de cambio con el que los servicios y los productos operan en los procesos productivos a gran escala. Los valores se fijan según operaciones de especulación, quizá similares a las que ocurren en el arte, pero racionalizadas por movimientos de intercambio que se objetualizan hasta hacerse pasar por realidad absoluta. Lo que ocurre en el arte, por el contrario, es que se trata del súmmum de especulación posible, en tanto sus valores son diversos y radicalmente subjetivos; ellos no venden en términos de direccionalidad compleja, pero hasta cierto punto estandarizada, sino que dependen de una cantidad de circunvoluciones muy específicas que escapan de una primera medición de sentido común. Por eso muchas de las críticas al arte contemporáneo resultan ser de un idealismo apabullante, pues intentan explicar los fenómenos estéticos desde la inmediatez estilística fetichizada en conformidad con valores clásicos, sin reparar en que todo juicio posee categorías diferenciadas que exceden las cualidades físicas de una obra, o que son discurso en la medida de tales cualidades, más allá de un juicio a priori de ellas. Porque por supuesto tales cualidades no son aplicables a toda época y, si es que representan los valores visibles de una cultura, esto es gracias a luchas de sentido dinámicas y siempre negociables que ocurren en distintas épocas con condiciones particulares.

 

Telenovela de la crítica.- Tales argumentos de conservadurismo idealista pueden ser comprensibles, por ejemplo, en un trabajador precarizado no solo económicamente, sino culturalmente. Consumir los programas de la televisión local en los que violencia y espectáculo tienen como fin entretener desde la superficialidad a una planta de obreros ocupados en operaciones administrativas menores, ya permitiría entender la lejanía respecto a fenómenos de especulación cultural, que no son otra cosa sino lucha de poder y hegemonía de las ideas. Tales productos espectaculares son el contrapunto de una idea de “alta cultura” telenovelizada que reproduce argumentos procedentes del siglos pasados, en los que la noción de artista poseía características particulares que ahora devienen en mero cliché. Se sabe ya: el artista inspirado, que domina el oficio, y que mediante esa operación es capaz de sublimar lo que para una masa ingente es prácticamente imposible, si ella ha de ocuparse en reproducir el modelo de vida en el que está inserta. Se trata de un paradigma casi heroico que prevalece: el artista que lucha en contra de sí mismo y de una sociedad que no le comprende, pero ante la cual se sobrepone para finalmente mostrar el camino de una redención inspiradora, etc., etc. De cualquier modo, tales argumentos, por muy superficiales y pueriles que puedan parecer, sostenidos por un aparato cultural pujante distinto al del obrero precarizado, no pueden sino observarse desde la política. Y en ello hay también intenciones que se acercan a los argumentos del totalitarismo y de la unicidad de una sola versión convertida en significado dominante, para hacer que una determinada idea del mundo avance, eliminando otras tantas. Por supuesto, con base en pensamientos similares se han construido las ideologías de extremo nacionalismo que pretenden eliminar, por ejemplo, cualquier monumento que no corresponda a los valores desde los cuales se intenta ganar hegemonía, representándola. Así se enterraron templos enteros de las culturas mesoamericanas; así se quemaron los libros prohibidos de literaturas judías en el nazismo; y así también se han destruido mezquitas en la actualidad. Por supuesto que si el argumento para ello es político, entonces toda estética posee tal dimensión amén de la mera forma y la descripción de un deber hacer formal preestablecido. Acá, pues, se trata de un problema vinculado a la construcción social del gusto.

 

Execrando al idealismo poskantiano.- Galvano Della Volpe fue uno de los pensadores que trataría el tema del gusto de manera frontal, a lo largo de toda su obra. Della Volpe fue un filósofo egresado de la Universidad de Bolonia, una de las más antiguas de Occidente. Militó en el Partido Comunista Italiano del cual Gramsci fuera uno de sus secretarios generales. Su trabajo giró en pro de la multiplicidad de lo sensible, y en contra del idealismo poskantiano que pugnaba por una positividad racional con miras a un saber absoluto. Uno de sus planteamientos es la estética de lo finito, para ello empleó la teoría marxista para poner en cuestión el pensamiento hegeliano, del que el mismo marxismo se vale, pero que en términos de práctica política impide plantear resoluciones dialécticas al problema de la contradicción. A diferencia de Hegel, Marx plantea abstracciones determinadas que se encuentran en disputa desde un punto de vista histórico. Lo cual se distancia de la mera especulación para la síntesis. De este modo, el arte para él es indisociable de la historia y de los instrumentos y las características técnicas (como problema de análisis, más allá de la preponderancia de unas sobre las otras), que determinan el quehacer artístico.

 

Imagen, idea, montaje.- En el libro Para execrar el idealismo estético I el filósofo, con la poesía como ejemplo, se opone a una postura en la que las imágenes escritas sean concebidas como universales fantásticos, logrados en la mera transmisión de imaginarios fijos. Por el contrario, él las concibe como un proceso de abstracciones categoriales que, como cualquier otro concepto o sistema de conceptos, son el producto de operaciones discursivas que dependen de un orden complejo. Por eso es claro que el método de pensamiento de Della Volpe puede aplicarse en realidad a todo el sistema artístico, en tanto su base es el contenido gnoseológico, o meramente racional, de todo lenguaje. Este es el modo con el que se puede acceder a la crítica de un valor estético, sin idealizaciones que le separen del orden de lo social. Para complementar esta postura, Della Volpe contraviene las ideas de Benedetto Croce y argumenta que la preexistencia de una imagen “interior” evita la reflexión frente a la técnica como modo particular de expresión de una época determinada, y el proceso mediante el cual una “obra de arte” es transmisible en un formato específico. Esto me parece fundamental, puesto que la imagen y la forma en la que una idea se expresa son indisociables, en tanto el montaje de tales nociones permite la apropiación de la obra, desde la comprensión.

 

No a la imagen autónoma, no a los genios.- Es muy interesante el empleo que el autor hace de la metáfora como base para asimilar el valor poético y realizar una crítica de la autonomía de la imagen. El autor hace hincapié para esto, en lo problemático que resulta de una metáfora del todo abstracta, hasta tal punto que esta no permitiría el análisis. Propone así una suerte de análisis-síntesis, para acceder a un pensamiento icástico que se aleje de un placer estético inmediato —noción del todo kantiana—. Es decir, no propiamente una manera estandarizada para realizar experiencias estéticas determinadas y determinantes, sino la posibilidad de llevar tales experiencias hacia lo concreto. Es, pues, una relación conceptual y discursiva con aquello que se experimenta. A partir de este planteamiento, Della Volpe, empleando un texto de Marx mencionado en la introducción a los Fundamentos de la crítica de la Economía Política, arremete también en contra de un idealismo lukacsiano que, según las palabras del autor, “acepta la premisa estética idealista”, al reducir al arte a una mera intuición sensible, separándolo de la ciencia. La crítica de Della Volpe es evidente: frente a este intento de realización de una síntesis reduccionista que aleja a los artistas de pensamientos propios de otros campos como el científico, él sostiene una reversión de la relación clásica entre forma-contenido. Las ideas y los pensamientos, que normalmente son identificados con el contenido, pueden plantearse como formas. De este modo, el contenido es la idealidad formal y sus símbolos. La imagen, por tanto, está compuesta de formas que en última instancia son ideas y conceptos empíricos plenos, que poseen comunicabilidad. Tal plenitud conduce a la forma hacia su contenido sensible, y que a la vez es materia que precisa de la idea. Es decir, no es posible desde ello imaginar un contenido sin su forma, que es la materia de su idealidad. Esto contradice a ideas derivadas del romanticismo, que prescinden del concepto. Lo cual, desde la perspectiva de Della Volpe, equivaldría a negar la forma misma. Y lo que por consiguiente niega también la idea de “genialidad”, ajena a los procedimientos mediante los cuales una idea específica se integra inseparablemente con su forma dada.

 

La técnica y su discurso.- Para ello ha preparado el terreno Della Volpe: el reconocimiento de las ideologías como parte fundamental de los procesos artísticos. Para él no hay proceso artístico que no dependa de una determinada construcción de ideas. Sin embargo, su naturaleza discursiva no prejuzga la especificidad y las particularidades de la obra de arte, a pesar de que estas están asimiladas a sus cualidades técnicas. Su simbolismo, pues, es técnico-semántico, de manera indivisible. Así pues, no hay técnica que no deba ser revisada según una determinada condición discursiva. En palabras del autor, “no es lícito partir apriorísticamente de una cuestión artística general, abstracta e independiente de la experiencia actual y de la historia […] sino que […] como en todas las investigaciones científicas propiamente dichas (o de tipo galileano) han de establecerse los antecedentes reales, temporales, histórico-culturales (en términos generales) del consecuente, que es el objeto o fenómeno problemático estudiado”.

 

Ejemplos en la punta de la lengua.- La filiación marxista de Galvano Della Volpe no le impide desligarse de una línea ortodoxa en el análisis. Si bien su trabajo es riguroso, su cuerpo teórico permite revisar los fenómenos estéticos de manera específica según las condiciones históricas que les soportan. Por ejemplo, su crítica no se restringe exclusivamente a la poesía, ya que el centro de su preocupación es el gusto como forma-estructura, sobre la cual opera una superestructura que le regula, y que está condicionada por una infraestructura económico-social. Ahí está el intento por distanciarse desde una “dialéctica semántica” de la « abstracción dialéctica de contrarios” propia del hegelianismo, en la medida de su heterogeneidad compleja, y no de meras dicotomías. De este modo el concepto de ‘verdad’ permite interpretaciones amplias, desde una poética de las formas que a la vez reconoce al arte como una vía para el conocimiento, no solo sensible, sino racional. Habrá que pensar, luego de esto, en que una obra de arte, cualquiera que esta sea, no puede ser reducida a una mera expresión de una visión generalizada, sin referirse a su contexto y a la parte que le corresponde en una serie de procesos que le rebasan y contienen. En términos contemporáneos, una mirada que evolucionara desde tales agudezas no permitiría la fácil popularización de nociones que basadas en tales idealismos, devinieran rápidamente en una suerte de nueva Inquisición opuesta a toda manifestación cultural fuera del registro de un gusto conformado por jerarquías valorativas de apariencia inamovible. Ejemplos nacionales e internacionales de ello se agolpan en la punta de mi lengua.

 

 

Breve bibliografía

  • Della Volpe, Galvano, Crítica del gusto, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1966.
  • García Morente, Manuel, El idealismo después de Kant en “Lecciones preliminares de filosofía” Núm. 164, (pp. 345-362), Editorial Losada, Buenos Aires, 2014.
  • Llorens, Tomás. Galvano Della Volpe: razón dialéctica y estética científica, Tomás Llorens. Teorema: Revista Internacional de Filosofía, 1, Núm. 2 (Junio 1971), pp. 17-41.