En zen se dice: Si algo es aburrido después de dos minutos, inténtalo por cuatro.

Si todavía es aburrido inténtalo por ocho, dieciséis, treinta y dos, y así sucesivamente.

Eventualmente uno descubre que no es para nada aburrido

sino muy interesante.

John Cage

El tedio siempre es la cara externa del evento inconsciente.

Walter Benjamin

El entretenimiento no es el reverso del aburrimiento, sino su continuación irritada.

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El ritmo al cual nuestro cuerpo trabaja, descansa, sana, sueña, ama, ¿por quién está dictado?

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El aburrimiento en el contexto de producción y consumo en el que vivimos, se ha convertido en fuente de angustia para el sujeto que, carente de los estímulos que dominan la dinámica del diario: consumo/producción de bienes que le servirán para seguir consumiendo, se ve privado de sentido.

Es entonces que el tiempo se convierte en una lápida: culpa por no producir, tedio mortal por no consumir.

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Quizás el antónimo del aburrimiento sea la contemplación.

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La búsqueda por dotar cada segundo de existencia en instantes útiles y ocupados, la urgente necesidad de no estar, del no silencio, de no habitar el propio cuerpo, de escapar, es una forma de la prisa, un intento por acelerarlo todo, pero la observación de los procesos es lenta.

El tedio, entonces, es la antesala de la concentración, ¿y qué es la concentración sino “poner el pensamiento” en algo?

Curiosamente, la etimología de la palabra cuidar viene del latín cogitare, que significa “pensar, atender”.

¿Se puede aburrir quien cultiva de esperar un brote?

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De la repetición del ciclo nace el hallazgo. De la repetición nace la diferencia. De la repetición nace el ritmo. Del gesto repetido el ritual. Del silencio prolongado la contemplación.

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La palabra contemplar deriva del latín contemplari (“mirar atentamente un espacio delimitado”), compuesto con la preposición cum (“compañía o acción conjunta”) y templum (“templo, lugar sagrado para ver el cielo”).

Llevando al extremo los hilos del sentido para hacer una nueva costura de palabras, contemplar entonces sería poner el pensamiento a través del ojo, fijar el ojo en un punto, hacerlo con todo el cuerpo, atender el movimiento de les otres a través del cuerpo propio. Mirar el mundo con todo el cuerpo.

La contemplación requiere de la resistencia del cuerpo para aprehender las imágenes del mundo y permitir que se alojen en el templo de la mente.

Como el trozo de cielo que el ojo corta, por donde pasa el ave y se atesora en la memoria el color de las alas.

Contemplar sería una forma del cuidado.

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La concentración y la contemplación son producto del tedio.

Beber té, según antiguos orientales, ayuda a este propósito de resistencia corporal:

[El nacimiento del té (tradición ch’an)

La luz era tanta, y los ojos tan débiles.

Arrancó sus párpados

los aventó a la tierra

ella los hizo crecer hojas

hojas que despiertan y se beben

hojas para mirar sin miedo.

Planta párpado que se bebe para no ceder al sueño.]

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El espíritu de esta época es el intervalo, el fragmento, el pequeño chispazo que se contrapone al continuo de las grandes narraciones.

En un día puede haber varias noticias de último momento, y después del asombro fugaz de la primera, vendrá otra que asombra más, que enoja más, que brilla más.

Las expresiones que no optan por la inmediatez ni por la brevedad como vehículo de deslumbramiento, que se toman tiempo respecto a su propia naturaleza sin importar la complacencia de un receptor impaciente, se vuelve una rara avis en el universo del efectismo.

Cualquier disciplina que despliega sus cualidades sobre el lienzo del tiempo y que no apela a ser consumida como una mercancía, sino como proyecto de introspección, es toda una afrenta.

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La velocidad como signo de acumulación. Hasta hace poco tiempo Netflix se planteaba acelerar la velocidad de reproducción de sus contenidos: ver más en menos tiempo. Es una realidad que el entretenimiento capitalista apuesta por el impacto veloz, no requiere de la participación activa del espectador, es un producto que nos “saca” de nosotros mismos, pero que nos devuelve al mismo vacío que es la morada del consumo: querer seguir consumiendo.

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El llamado aburrimiento del que somos testigos hoy en medio de la pandemia que acecha, es también una consecuencia de la práctica constante de la prisa. En cuanto el paso se desacelera, invade la angustia. El desplazamiento de la rutina, el trabajo que sólo ha mudado hacia las casas —duplicándose— amplifica el efecto cruel sobre el cuerpo confinado que trabaja, diluyendo las fronteras del descanso.

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En medio de la contingencia que vivimos, la conciencia del cuerpo cuando tiene que salir a la calle, cuando tiene que trabajar, cuando sabe que al día siguiente habrá que hacerlo —bajo la amenaza del contagio— no permite ni la atención ni el descuido, no da lugar al aburrimiento pero tampoco a la concentración.

Es una alerta constante que se convierte en toques eléctricos que van friendo los nervios. Una ceguera de luz.

Entonces entendemos que ante la crisis no todos se pueden aburrir, y que el deprecio al aburrimiento, sus intentos de abolirlo a toda costa, pertenecen a un sector que puede consumir, desechar, consumir y volver a vaciarse, pues el destino último de la acumulación de la riqueza es el vacío.

Mientras hay comunidades enteras sin agua, hay quien llena con miles de litros jacuzzis improvisados; mientras tantas personas arriesgan su salud para ganar unos pesos trabajando para plataformas millonarias, se siguen consumiendo enormes franquicias que son la causa de la desigualdad; mientras algunos se angustian en la jornada laboral, otros prefieren violar cualquier medida sanitaria con tal de reunirse con los amigos a beber desmedidamente para mostrarlo en las redes: el derroche y el aburrimiento son caras de la misma moneda del sujeto neoliberal.

¿Será que estar frente a los deseos y los miedos sin tener que cifrarlos en términos del capital nos deja en un estado de intraducibilidad del ser?

¿Cómo se construye un estar sin el mandato capitalista sobre el cuerpo?