“Es una obra de arte”, “es visualmente una belleza”, “la paleta de colores es impresionante”, “la actuación es lo que realmente vale”, clichés y más clichés. ¿Qué importa, entonces, hablar sobre una película? Creo justamente eso, nos parezca o no, en el momento que ya es importante hablar de ella, por supuesto, lo que menos importa es la película. Pero, ¿cómo? Así es, una vez más el habla se ha encargado de poner algo de relieve y ocultar otra cosa. Para quienes estamos enterados del tema, no es posible escapar ya de la palabrería, al punto que desdeñar entrar en conversación nos hace más cómplices que inocentes. Estamos condenados. ¿A qué? A lo mismo, es decir, a hablar de lo mismo, al memismo y a los memes.

“Pero si ni la has visto”, dirán algunos. Y, en efecto, ni siquiera era necesario que la hubiera visto nadie, pues ya todos estábamos enterados y listos para emitir cualquier juicio. Aun antes de ver la película, ya sabemos lo que tenemos que decir acerca de ella, la experiencia está garantizada, como debe estarlo cualquier producto comercial de calidad, y también eso lo presuponemos. Al igual que cuando vamos al supermercado (low fat, sugar free, organic, light), parece que toda experiencia comunicable a través de los medios actuales debe venir acompañada de sus correspondientes tópicos en tendencia. Con ello, al parecer, nos aseguramos de que los demás tengan claro nuestro sentido, les “ayudamos” a comprender nuestra experiencia, con lo cual, en realidad, pretendemos dirigir o controlar el destino de nuestros mensajes: vegan, sugar daddy, pet lover, biker, runner… No obstante, de inmediato estamos expuestos al destino del ingenio, de tal manera que otras tantas etiquetas pueden aparecer para viralizar esa pretendida experiencia: “cállese, viejo lesbiano”. Lo cual, en realidad, no la lleva a ningún otro lugar ni la saca de contexto, en tanto que este último ya se encuentra ahí, de fondo, operando la realidad por medio de su interfaz. La experiencia ya está codificada y lo que resta es el juego infinito de los sentidos posibles dentro de esos límites.

Así, poco a poco, se va pintando un rostro para todo, con filtros, efectos y, por si hiciera falta, stickers, más etiquetas sobre la imagen y sobre los textos que las acompañan. ¿Nostalgia? Todo lo contrario. Los blockbusters o éxitos de taquilla tienen varias décadas de existencia y gracias a ellos es posible leer con naturalidad una cartelera que clasifica por géneros y edades que van estableciendo y orientando los gustos. El público solo tendría que buscar en ese mapa de direcciones donde, por otro lado, también se seccionaba al público por el tipo de cine y su ubicación. Hoy no hay nada nuevo al respecto, salvo su perfeccionamiento estratégico. ¿Qué peli fuiste a ver? ¿De qué género es? ¿Quién “sale”? “Es el que dirigió la de…” “De los productores de…” ¿Fuiste al cine tal? ¿En sala VIP, IMAX o normal?

Pero, ante tanta “superficialidad”, pasamos al asunto de la profundidad tras la acción, con lo que damos por sentado que habría un sentido específico y original detrás de “lo que se ve a simple vista”. Entonces, vamos al cine con esa idea en la cabeza: es una película profunda, con un sentido oculto, más allá de lo que simplemente se observa y solo aquellos que sean lo suficientemente versados o inteligentes habrán de comprenderlo. Volteamos a los orígenes, a las esencias y a lo no visible en el interior del hombre, pues solo los tontos no podrían ver el traje del rey.

Así como Foucault se ocupa de decirnos todo lo que posiblemente quiso mostrarnos y ocultarnos René Magritte con su pintura en Esto no es una pipa, nos encontramos ante la imagen de algo que, por lo tanto, no es ese algo, pero con ello se convierte en ese no ser algo que sí vemos. La imagen nos cautiva, ¿cómo no?, sobre todo si se esconde tan bien como la carta robada, señalaría Allan Poe. “Más balcón es menos balcón”, me dijo un amigo mientras bebíamos una cerveza dentro de las instalaciones de una institución educativa, a la luz del día, sentados en el jardín. No habiendo aparentemente nada fuera del orden, todo está bien. Cuando se trata de una imagen de lo horrible, de lo perverso, se entiende que el orden está transgredido y hay que hablar de ello con el estrépito que es normal acerca de ello. El terror está garantizado por esa misma idea de donde parte lo bueno, lo bello, lo bonito y lo agradable, como su opuesto, pero, por lo mismo, como parte del mismo todo.

“¡Qué terror!” habrán dicho los honrados ciudadanos estadounidenses cuando Nordberg pasó de ser el compañero de las graciosas aventuras del Teniente Drebin y se convirtió en O.J. Simpson, enemigo de America. ¿Y dónde quedó el policía? Todo parece indicar, por lo visto, que había que ver, entonces, al hombre maltratado detrás del criminal, al ilustre jugador, al héroe de las masas, el modelo del emancipado por las luchas sociales contra el racismo en los Estados Unidos, provocado por un medio hostil que lo asediaba y lo llevó al trastorno, pero no al crimen, eso nunca, porque eso sería de villanos. Salvemos, pues, al soldado. El caso parece no tener la menor importancia actualmente, aunque todavía importa cierta ironía para algunos comediantes anacrónicos.

La máscara, con los colores, los efectos especiales, la actuación y el resto de sus atributos, ha causado efecto, y con ello ha remediado todo; tenemos una superficie sólida sobre la que se puede bromear o criticar, se puede hablar de ello porque es relevante; se convierte en un rostro real y tangible, es un hecho, y solo entonces “el gol, lo platicamos todos”.