En la casa de enfrente, que está deshabitada la mayor parte del tiempo, una pareja llega cada tanto y pasa ahí los fines de semana; a veces, las ausencias se prolongan por más de treinta días, tiempo que ocupa la naturaleza en cubrir y transformar aquel lindo y espacioso jardín en un lote baldío. La fauna que lo habita se va haciendo presente de manera sutil y poco a poco va revelando sus moradas. Todo comienza con una insignificante rama, un hilo de tela transparente o las hojas secas que se van agrupando por el efecto del viento. Sólo es cuestión de días para que se puedan observar telarañas, nidos y madrigueras.

La pareja que llega cada cierto tiempo es joven: ella tiene el cabello teñido de rojo, un cuerpo delgado y firme y las facciones más lindas que yo recuerde: una combinación de italiana con mexicana, que si bien son muy similares, conjugan una extraña atracción desbordante: por un lado el fuerte carácter europeo y la natural sumisión americana. Él, es lo que mucha gente podría llamar el hombre promedio, esto es, su cuerpo tiene formas firmes pero descuidadas, cabello corto y sin estilo y oculta su mirada tras unos lentes de diseñador que acompaña con ropa adquirida en grandes almacenes que presumen exclusividad. El auto, eso sí, es deportivo y de color rojo y siempre que se acerca por la calle se puede reconocer por el equipo de sonido y que hace que los cristales de mi ventana vibren a placer del ritmo que escuche. A primera vista parecen una pareja feliz que está construyendo uno de esos paraísos artificiales que vemos en anuncios publicitarios y que pregonan que tener una “casa de campo” es la mejor opción para la felicidad y estabilidad de las jóvenes parejas.

Desde el día que me trajeron a mi “casa de descanso”, después de una larga estancia en el hospital, tras un accidente automovilístico, no he parado de registrar cada una de las transformaciones de la casa de enfrente: por ejemplo, he visto desde la colocación del ventanal de la recámara principal por parte de unos trabajadores, a mi parecer con poca experiencia, hasta cuando ella trajo y colocó en el buró derecho de la cama (su lado) un jarrón de cristal cortado en forma de oso, bastante peculiar. Se podría decir que conozco más esa casa que ésta que habito.

Cuando la pareja viene me gusta acompañarlos desde que estacionan el auto; al reconocer la vibración del vidrio de mi ventana, me arrastro por mi cama hasta la silla de ruedas y corriendo ‒o ¿rodando debería decir?‒ me acerco al ventanal que siempre tiene unas delgadas cortinas corridas y que hacen que mi presencia no sea notoria. Él, al bajar del auto, siempre se estira la ropa de la parte de atrás y deslizándose por el cofre del auto va a abrirle la puerta a ella, que pareciera que le molestara esa actitud de niño de él, pero que recibe con una sonrisa estoica. Yo, al ver su rostro, siempre sonrío.

Después de abrirle la puerta, él corre a la cajuela y baja las cosas mientras ella saca de su bolso las llaves de la casa; en sus manos se observa un llavero de plástico rojo en forma de corazón con las cinco llaves que tiene el paraíso. Al entrar siempre hablan (o eso supongo por sus movimientos) de los cambios que notan, así como de posibles modificaciones que harán a la casa.

Cuando llegan los viernes por la noche pasan un momento en la parte de abajo de la casa, en donde, me supongo, tienen una mesa de plástico, un televisor viejo, sillas de acampar y la cocina. Después suben a su habitación, que es la principal, y ahí él siempre pasa primero al baño, mientras ella corre a su buró a platicar con su oso de vidrio y contarle lo que ha hecho la última semana. Para cuando él sale del baño, ella ya terminó de hablar con su jarrón en forma de oso, ha acomodado la ropa en el ropero armable de metal y está sacando la ropa de dormir. Él se desnuda de una forma vulgar y se acuesta en la parte izquierda de la cama (su lado), ella se mete al baño con un neceser de colores brillantes y su ropa de dormir. Al salir, su silueta con el cabello agarrado se ve a contraluz y hace que recuerde las funciones de mi cuerpo antes del accidente…Algunas veces, hacen el amor de forma mecánica y apresurada, otras, sólo apagan la luz y duermen. Cuando pasa lo segundo, me dan ganas de restablecer la firmeza de mi cuerpo y brindarme unos minutos de imposible felicidad.

Cuando llegan los sábados por la mañana o a mediodía, la mecánica cambia, se les ve en su rostro el fastidio de la carretera y la música que escuchan es distinta: baladas sin sentido que repiten y repiten estrofas. Al bajar del auto ella lo hace sola y se dirige a la puerta de inmediato; él se va directo a bajar las cosas de la cajuela. Entran a la casa y suben a la habitación, él se tira en su lado de la cama y ella se mete a bañar, en ese momento imagino el agua por su cuerpo y el largo recorrido que ésta emprende del cuello a los pies y sin parar, algo que yo no experimento en años. Al salir de la ducha, él mecánicamente se levanta y corre al baño a ducharse. Ella comienza a secarse, y sin duda es el mejor espectáculo después del tejer de las arañas a contraluz.

El proceso siempre inicia por el pelo, con la toalla que envuelve su cuerpo hace un turbante y, delicadamente, comienzan a caer gotas de agua por su espalda; su desnudez y la sutileza que ocupa en secarse y ponerse crema me hace pensar en la emoción de los niños al aventarse por las resbaladillas del parque; cada parte que recorre con su mano es un grito. Cuando él sale, casi siempre le da una nalgada vulgar y el encanto que produce su figura se rompe. Bajan y salen de la casa y regresan casi al amanecer.

Hace algunos fines de semana la estabilidad prometida por la casa de campo se vio turbada. Era un día soleado y yo por casualidad me encontraba junto a la ventana, al observar mi objeto de estudio, vi a la hermosa mujer llegar en otro auto con un acompañante distinto, éste no tenía la simpleza del esposo: para empezar su cabello era estilizado y su vestuario era más cuidado, el contraste entre los colores de la playera y el pantalón hacía que los zapatos cobraran relevancia y su imagen se equilibrara. Entraron a la casa y sin detenerse en la parte de abajo, subieron a la habitación: ella se recostó en la cama mientras él se quitaba la playera; comenzaron a besarse apresuradamente, y poco a poco se fueron desnudando; el espectáculo estaba siendo una lección de entomología, en específico en el apartado del apareamiento. Ella iba envolviendo a su presa con delicadeza y el sujeto en cuestión iba cediendo a sus encantos. Al terminar la clase los dos sujetos en la cama parecían hojas caídas.

Después de unas horas, un hombre estacionó su carro justo enfrente de mi puerta, sin atender el anuncio de que era un lugar para discapacitados. Tocó en la casa de enfrente de forma grosera, lo que despertó a la mujer y a su presa. Su aspecto era vulgar, parecería amigo o primo del esposo de la chica. En la habitación de arriba la mujer despertó de manera abrupta a su amante, éste manoteó y ella le explicó que alguien había llegado; el amante se vistió apresuradamente, como sus besos, y saltó por el balcón hacía el jardín. La mujer se puso una bata y bajó a abrirle al hombre que se encontraba afuera. Se saludaron con gran amabilidad y después de un rato de permanecer en la planta de abajo subieron a la habitación. Para ese momento, yo no sabía qué pensar, mis sentimientos de hombre fueron sustituidos por los de científico y decidí observar el acto como un profesional.

En la habitación, él notó la presencia del pequeño jarrón en forma de oso, lo cual dio motivo a que se recostará en la cama; ella, con cara de fastidio por el acto, se vio en la necesidad de levantarlo y él la jaló a la cama; forcejearon un rato y como si se percatara de mi presencia desde mi ventana ella volteó, giñó el ojo y despojándose de la bata me dio la clase magistral sobre apareamiento de insectos. Aquella lección, logró que mi cuerpo diera señales de vida. Florecí.

Mientras descansábamos de aquella dura lección, los cristales de mi ventana comenzaron a retumbar, las vibraciones me despertaron y como siempre, arrastrándome me dirigí a mi silla de ruedas; automáticamente volteé hacia abajo a ver si aún estaba el primer auto, al percatarme de que no estaba volteé a la habitación de arriba. La angustia me asaltaba, lo que se acercaba era la lección inaugural sobre la disputa de los machos para quedarse con la hembra; lucha que el esposo ya había perdido, sin darse cuenta.

Al escuchar el sonido de las llaves de la puerta principal, la mujer dio un brinco y corrió a la ducha, el hombre que estaba en la cama de inmediato se levantó y entendió lo que sucedía, se arregló la ropa y se sentó en la orilla izquierda de la cama con el jarrón en forma de oso entre las manos, el esposo subía lentamente las escaleras y al llegar y ver al hombre sonrío y se dieron un fraternal saludo; en efecto, los dos eran vulgares familiares. Ella salió de la ducha y abrazó al marido, sonrió hacia la ventana y empujó a los dos hombres hacia las escaleras. Ella cerró la puerta de la habitación y se quitó la toalla que envolvía su cuerpo y se la enredó en su pelo.

Esa noche, de hace tres semanas, por fin sentí la necesidad de recuperarme, de comenzar la rehabilitación que había postergado y pasar de la observación a la experimentación.