ELLOS están aquí. Trajeron tu lengua, tus ojos de canica negra hervida en agua. Trajeron la resonancia de tu voz cavernosa tintada en grafías rupestres. Atravesaron un vórtice de fuego que nacía del fondo de un estero seco: no hay más que vértebras impresas entre las hogazas de piedra y huellas de nenúfares quebradizos rodeados de helechos arborescentes que giran sobre el eje de su espiral fibrosa <<Hermosos eran>> Pero cada una de ellas /hogaza/huella/espiral/ cayó ensombrecida desde que se desplegó una lengua del cielo y fue soltando hilos de baba cósmica, venenosísima: como escupitajo de las serpientes más tóxicas de la Tierra, todas juntas: jjjjjuuuuaaaauuuujjjjjj –efervescían sus gargantas y escupían el misterio del otro lado del Universo. [—–] El silencio, dijiste, el silencio es el aire que se respira en la muerte. Tu voz sonaba a asteroide; tu cuerpo ya no era. [——–]

 

Desde ese día me pregunto qué tendría que hacer para viajar al otro lado: si acaso la carne y los huesos transformarían su materia en goma elástica, o en brazos de fuego, o en labios mercuriales, o quizá en algún metal precioso ajeno a toda entidad terrestre.

 

No me doy cuenta de que todas esas imágenes aparecen en mi pensamiento, pero hago las preguntas de nuevo, una y otra vez, en voz alta, como sabiendo que alguien me está escuchando, que alguien, por fin, podrá responderme. Pero no. ELLOS están aquí desde hace rato, emitiendo gorgoteos que burbujean desde alguna parte oscura de sus entrañas; sin intención de abrir la boca para explicarme nada: sólo me miran con sus cien ojos de libélula espacial y yo quisiera dejar de sentir que la sangre se me convierte en un delirio de papel.

 

Hay una sonrisa en el cielo agrietado por ELLOS y sus dragones interestelares>>> Una voz que no es la tuya me golpea de pronto entre las cejas: “el fin del mundo siempre está sucediendo”, dice. Entonces creo verte entre la negrura de los árboles celestes y alcanzo a pensar: ESTA VEZ, QUIZÁ, EL SILENCIO EMPIECE PARA SIEMPRE.

 

El rugido de la tierra desgajándose desde su entraña hasta la superficie del jardín es lo último que escucho con mi consciencia humana. Nunca pensé que para entrar a la muerte había que lucir así: hay que ponerse un vestido de mineral galáctico; sacudirse los escombros, los gritos, la desesperanza, y dejarse caer para empezar de nuevo. Ellos esperan a que yo dé el último vistazo a mi rostro vivo en el espejo y me observan, meticulosos, mientras algo parecido a cáscaras de naranja me envuelve despacio hasta que mi cuerpo, como el tuyo, ya no es.